sábado, agosto 27, 2011

AGUJEROS NEGROS DEL PLANETA (2) La franja de Gaza West Bank Encarcelados por amigos y enemigos

AGUJEROS NEGROS DEL PLANETA (2) La franja de Gaza West Bank Encarcelados por amigos y enemigos JAVIER AYUSO DOMINGO - 08-08-2010


Viven encarcelados en un territorio de 365 kilómetros cuadrados (una quinta parte de la provincia de Guipúzcoa, la más pequeña de España), rodeados por enormes muros de ocho metros de altura y por un bloqueo naval apenas a tres millas de la costa. Los sitiadores israelíes les tienen sometidos a un bloqueo total e inhumano que impide entrar o salir a personas y mercancías, en respuesta a los más de 8.000 cohetes lanzados en los últimos ocho años desde Gaza contra los colonos judíos. Los 1,6 millones de habitantes, de los que un millón son refugiados, viven encarcelados por el Gobierno de Israel y por la autoridad de Hamás (considerada una organización terrorista por Occidente), que ellos eligieron en 2006.

Llegar a Gaza es como pasar del primer al Tercer Mundo en pocos kilómetros. Hay que volar a Tel Aviv, capital del Estado de Israel, desplazarse en coche a Jerusalén y esperar a recibir un visado para viajar a la franja de Gaza. Una vez conseguido, un taxi Mercedes te lleva hasta el paso de Belt Hanun, en un viaje que te hace sentir en cualquier país mediterráneo europeo. Buenas autopistas, por las que circulan coches occidentales, entre enormes extensiones agrícolas. Un café moderno y con wifi es el último contacto con el bienestar apenas a un kilómetro de la frontera.
La llegada al paso de Ben Hanun supone un auténtico choque para el visitante. La carretera acaba en un enorme muro de hormigón de ocho metros de altura rodeado de vallas metálicas electrificadas, torretas de vigilancia y videocámaras de seguridad. Se asemeja a la entrada a un campo de concentración, en el que hacen guardia decenas de militares fuertemente armados.
Hay que entrar en un enorme hangar, a pie, y empezar los interrogatorios. Una soldado muy amable y con muy poco trabajo pregunta con curiosidad: "¿Qué vienen a hacer a Gaza?", y explica luego que la frontera se puede cerrar en cualquier momento, dependiendo de los acontecimientos. Con el visado, entrar es fácil; salir, ya veremos.
Tras pasar dos o tres puertas metálicas que se abren y se cierran con estruendo, se entra en territorio palestino. Hay que andar un kilómetro, bajo techo metálico, dejando atrás el muro y las alambradas, hasta llegar a un puesto destartalado en donde varios soldados palestinos, de negro y con cara de pocos amigos, inician otro interrogatorio.
Allí espera un coche con nuestro fixer, Amjad, un palestino que ha vivido en España y Túnez y que se declara admirador de Arafat. Pasada la zona de seguridad, enseguida se llega al pueblo de Ezbeit Abd Rabo, totalmente destruido por los bombardeos de diciembre de 2008, en donde malviven cientos de personas en edificios derrumbados con el hormigón y los hierros a la vista. A lo lejos se ve la central eléctrica de fuel, la única de Gaza, que solo funciona 12 horas al día por falta de combustible.
La franja de Gaza tiene una superficie de 365 kilómetros cuadrados: 13 kilómetros de frontera con Egipto al sur, 8 kilómetros con Israel al norte y otros 47 al este, mientras que la costa tiene una extensión de 45 kilómetros. De una población de 1,6 millones de habitantes, cerca de un millón son refugiados que fueron llegando a la zona desde 1948 hasta 2006 en que se cerró el muro. Viven en ocho campos, distribuidos por las cinco provincias de la franja: Norte, Gaza, Dar el Balat, Khan Younis (donde está el mayor campo de refugiados) y Rafah.
Desde el secuestro del soldado israelí Gilad Shalit, el 25 de junio de 2006, por el Ejército de Hamás, Israel endureció el bloqueo hasta unos límites inhumanos, impidiendo la entrada de combustible, alimentos y material de construcción. Desde entonces ha habido más de 2.000 muertos, la gran mayoría palestinos, en los continuos enfrentamientos entre uno y otro bando. Nadie sabe dónde está encarcelado este joven militar que ahora tendrá 25 años.
En estos cuatro años, el Ejército israelí ha realizado dos operaciones militares de represalia y busca del soldado secuestrado. La primera, llamada Lluvia de Verano, en junio de 2006, que duró cinco meses y causó la muerte de palestinos (243 civiles), y la segunda, entre diciembre de 2008 y enero 2009, denominada Operación Plomo Fundido, que sembró el terror por toda la franja de Gaza y causó más de 1.500 muertos palestinos. Luego vino el incidente de la flotilla de la paz, el pasado mes de junio, que volvió a poner en evidencia la política de Israel.
Además del conflicto exterior, Gaza vive una guerra interna entre las dos organizaciones palestinas: Fatah y Hamás. La primera, mucho más moderada, ganó las elecciones en todos los territorios palestinos y controla la Autoridad Palestina, excepto en la franja de Gaza, en donde triunfó Hamás en 2006. Desde entonces han instaurado un régimen radical islámico, manteniendo su guerra contra los colonos judíos y su conflicto contra los militantes de Fatah. En junio de 2007 se produjo una guerra entre ambas organizaciones, en la franja de Gaza, con el resultado de 700 muertos y la salida de los representantes de la Autoridad Palestina.
UNA FAMILIA DESTROZADA
Ghalia al Sammouny tiene 60 años, es viuda y perdió a 29 miembros de su familia en la Operación Plomo Fundido. Sentada en el suelo, en una chabola junto a las ruinas de lo que fue su casa, recuerda ese 5 de enero de 2009 con terror. "Cuando llegaron los tanques israelíes, mi hija iba a dar a luz", explica entre lágrimas. "Tuvo una niña que sobrevivió a los bombardeos. Pero mi hijo recibió un proyectil y cayó fulminado en medio de la calle. Destrozaron a toda una familia. Ya no tenemos nada".
Junto a ella, otras tres mujeres más jóvenes hacen coro. Todas pertenecen al clan y todas perdieron a algún familiar. "Todas somos viudas o huérfanas de guerra", dice Fathia, que perdió a su marido y a dos hijos. "Ya no tenemos ni familia, ni dinero, ni tierras, ni esperanza... Esperamos la muerte".
Los Al Sammouny eran granjeros en las afueras de Gaza, en el barrio de Al Zatun, al sur de la capital. Una zona de pequeñas granjas de hortalizas y frutas. El 5 de enero, después de muchos días de bombardeos, los aviones israelíes volvieron a sobrevolar la franja de Gaza en vuelo rasante. La gente salió de sus casas ante el temor de las bombas que empezaban a caer y se encontraron en la calle con los tanques del Ejército de Israel, que venían del Oeste y empezaron a disparar sus proyectiles. "Fue terrible ver caer a mi hijo de 21 años y desangrarse en el suelo", grita Ghalia con las manos en cruz.
Los ataques, además de matar a 29 miembros del clan, destrozaron sus cuatro viviendas y los campos de cultivo. Desde entonces viven en una chabola que se han construido con material de derribo, entre varias higueras medio secas. Es la imagen de la fatalidad. La chabola está construida con barro, con un tejado de uralita medio roto; unos 15 metros cuadrados. Al fondo, amontonados, unos colchones viejos y sucios, mantas, alfombras y algo de ropa. Una bombilla cuelga del techo. Allí viven seis personas. Al otro lado, otro chamizo de dos por dos metros, sin techo, hace las veces de cocina, con un infiernillo donde hierve el agua para el té.
Cinco o seis niños menores de siete años juegan junto a un tendedero de alambre roñoso, hierros retorcidos de lo que fue una casa, plásticos colgados que mueve el viento, un huerto con tres o cuatro filas de repollos y montones de porquería, en donde comen varias cabras y gallinas.
"Cuando acabaron los bombardeos, pudimos enterrar a nuestros muertos", explica Ghalia. "A todos menos a uno, que se llevaron los israelíes y que murió allí, según nos contaron. Desde entonces estamos muertos; vivimos en la miseria de lo que sacamos de la tierra y de pequeños trabajos que van saliendo. Tuvimos algunas ayudas de Naciones Unidas, pero se han acabado".
Los Al Sammouny llevaban 30 años viviendo en esa zona, cultivando la tierra, pero desde el bloqueo todo empezó a ir de mal en peor. "Ahora estamos acabados", dice Fathia. "¿Qué vamos a hacer? Criamos a nuestros hijos como podemos, pero tenemos miedo de que vuelvan los aviones. No sabemos qué será de nosotras y de nuestros hijos mañana o la semana que viene".
Ghalia pide ayuda. De rodillas, con los brazos abiertos y las lágrimas cayendo por la cara, pide protección, comida, un techo... "No nos queda nada, pero no podemos rendirnos. Confiamos en Dios y tenemos que sacar adelante a nuestros hijos".
UN PESCADOR VARADO
Jamal Abu Hamada tiene 49 años y una mirada triste, casi muerta. Es pescador y vive en el campo de refugiados de Al Shati, en el centro de la capital, que se creó en 1948. Entonces eran tiendas de campaña, pero hoy son viviendas a medio construir, ruinosas y llenas de escombros, sin ventanas ni casi muebles. En la franja de Gaza hay ocho campos de refugiados habitados por un millón de personas que viven de las ayudas de Naciones Unidas.
Vive en una casa de tres pisos, en ruinas, semiconstruida hace cinco años, con su mujer, cinco hijos, cuatro hijas, dos nueras y tres nietos. Son 16 a comer todos los días. Empezó a trabajar de pescador a los 10 años y ahora tiene tres barcas; dos en Gaza y una en Rafah, junto a la frontera con Egipto. Antes se ganaba la vida de una forma digna, pescando, cuando las aguas jurisdiccionales eran 12 millas. Pero en 2006, los israelíes rebajaron la zona a tres millas y allí no hay casi pesca. "El que sale del cerco de las tres millas", explica, "es apresado por las patrulleras israelíes, que hunden las barcas".
"Vivimos de las ayudas del UNRA", explica Jamal. "Cada tres meses nos dan tres sacos de harina de 150 kilos, 15 kilos de azúcar, 15 kilos de arroz y 7 litros de aceite vegetal. Sigo vivo porque no hay suficientes maneras de morir, pero cada día estoy más muerto. El futuro no existe para nosotros".
Los bombardeos de 2008 le destrozaron parte de la casa, que sigue llena de escombros. "No tenemos ni dinero, ni material para reconstruirla", dice. "La luz solo funciona 12 horas al día y cuando tenemos algo de dinero para combustible, podemos encender el generador para tener luz. Mis hijos tienen trabajo tres meses al año y así no podemos mantener a la familia. Solo tenemos a Dios que nos ayuda. Rezamos cinco veces al día, como dice el Corán, pero cada vez tenemos menos esperanza. Ya son muchas guerras vividas: la de 1967, la 1986, las consecuencias de la guerra del Golfo, las dos intifadas... pero lo peor ha venido con el Gobierno de Hamás y el bloqueo de Israel".
Sus hijos observan lo que dice, mientras desenredan unas redes de pesca llenas de anzuelos, que pasan de un contenedor de madera a otro, en una tarea inútil, porque saben que no las pueden usar. Aun así, las mantienen al día, por lo que pueda pasar.
Caminando hacia el puerto, Jamal se mantiene en silencio, como perdido. Solo hablan sus ojos, llenos de desesperación. Hay decenas de barcas varadas en un puerto en ruinas por los bombardeos. Cuatro pescadores toman el té sobre una alfombra raída, mientras algunas barcas entran o salen del puerto para intentar pescar algunas sardinas a menos de tres millas de la costa.
ENFERMOS DE DESESPERANZA
Jamal es uno de los cientos de miles de palestinos que viven enfermos de desesperanza. Es el principal problema de salud de la franja, según explica el doctor Moeen, director del Centro de Salud Mental de Jabalia, el mayor de Gaza. Tiene 56 años, está doctorado en psiquiatría por la Universidad de París y ha trabajado en Arabia Saudí, Libia e Irán. Ahora se dedica a intentar sacar del pozo en que se encuentran sus 5.000 pacientes mentales del barrio de Jabalia.
"Los habitantes de Gaza tienen problemas serios de salud mental", explica el doctor Moeen, "por el hecho de estar encerrados dentro de un enorme muro, a expensas de los ataques periódicos y una situación de pobreza y de sobrepoblación muy alta". En el barrio de Jabalia viven cerca de 300.000 personas y es uno de los más afectados por los ataques de Israel. De hecho, el centro médico está rodeado de casas destruidas por las bombas y que no se podrán reconstruir mientras dure el bloqueo.
"Atendemos a unos mil pacientes mensuales en este centro de salud pública", añade el psiquiatra. "La mayoría son pobres, o muy pobres, y están afectados por depresión, ansiedad, shock postraumático o adicciones a las drogas. De los 5.000 pacientes, el 70% por cientos son hombres. Llevo 12 años trabajando aquí y la situación es cada vez peor. No damos abasto, ni tenemos medicinas suficientes para tratar la depresión; los antidepresivos se acaban enseguida y no hay centros de rehabilitación para los problemas de adicción a hachís y pastillas, que son cada vez más frecuentes". La principal adicción es al Tramadol, un derivado de la morfina que entra por los túneles y que se vende en cualquier sitio.
Este centro cuenta con el apoyo y la financiación de la ONG española Médicos del Mundo (MDM). Allí está desplazada Susana del Val, psicóloga, de 37 años, cuyo trabajo consiste en mejorar el sistema de organización del centro de salud. Susana corrobora el deterioro de las condiciones mentales de los habitantes de la franja de Gaza desde 2006. "Los más vulnerables son los niños y los jóvenes", explica. "Aquí viven como encarcelados en unas condiciones extremas, rodeados de violencia tanto externa como interna. La religión y la familia sirven de contenedores para sobrevivir a esa situación extrema".
El doctor Moeen añade: "Cada día tengo que tratar a muchos niños, a los que traen cada vez más pequeños, con todo tipo de traumas motivados por la guerra, la pobreza, el estrés, la falta de cariño o simplemente la sobrepoblación; la situación es dramática y vamos a peor".
VIDAS SIN SENTIDO
Cada dos o tres meses viaja a Gaza el médico español Ricardo Angora, uno de los responsables del proyecto de MDM y gran conocedor de la situación de la zona. Él ha sido testigo del empeoramiento de la situación desde 2006. "Los palestinos no encuentran ahora ningún sentido a sus vidas", explica. "Hay una sensación de incertidumbre sobre lo que pasará al día siguiente, que hace a la gente no saber qué será de ellos mañana. Ya hay varias generaciones perdidas, pero la peor parte se la llevan los niños, que suponen más de la mitad de la población".
Angora añade que "aunque ahora no haya una situación de guerra abierta, los ataques selectivos que realiza la aviación israelí hacen mella en la moral de la población, que además vive en la más absoluta pobreza (el 80% vive por debajo del umbral de pobreza), dependiendo en su mayoría de las ayudas de Naciones Unidas para poder subsistir. Los principales problemas son la falta de trabajo y vivienda, la violencia externa e interna y, sobre todo, la sensación de encarcelamiento. Es terrible saber que no puedes salir de un lugar en el que malvives".
Los niños son, una vez más, víctimas propiciatorias del conflicto. Los menores de 10 años solo han conocido el bloqueo, que se inició en 2000, con la segunda intifada, y que se endureció en 2006.
Hanna el Gafarani, de 38 años, es dueña de una guardería privada en Gaza, a la que asisten cien niños de cuatro y cinco años, y corrobora las opiniones de los representantes de Médicos del Mundo. "Los niños no tienen infancia en Gaza", dice Hanna. "Viven rodeados de violencia y eso les hace ser violentos y buscar la lucha. Aunque se han acostumbrado al ruido de los aviones cuando sobrevuelan para bombardear, están muy afectados. Nuestro objetivo es trabajar con ellos y mandarles un mensaje de esperanza y de felicidad. Pero la verdad es que es muy difícil".
También es difícil el trabajo de Right to Live, una ONG palestina que atiende a niños con síndrome de Down y que es financiada por varios países, entre ellos España, a través de la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI). El centro se encuentra en el barrio de Al Shejia, una antigua zona industrial a las afueras de Gaza, convertido ahora en ruinas de naves industriales destruidas por los bombardeos de hace año y medio.
Mohammed Areer, de 37 años, es el subdirector de la institución, un psicólogo que lleva 12 años trabajando en el centro, que se creó en 1992 como una pequeña casa de acogida para niños enfermos de síndrome de Down. Es la única organización que da servicios a estos niños, y hay lista de espera.
"En 1996, el Gobierno palestino nos donó 10.000 metros cuadrados de terrenos y empezamos a crecer en instalaciones", explica Mohammed. "Tuvimos ayudas importantes de varios países de la Unión Europea, como España. Pero desde que Hamás llegó al poder, en 2006, y se reforzó el bloqueo, las ayudas llegan con cuentagotas. Tenemos asegurada financiación tres años, con lo recibido del exterior, pero ahora no tenemos más ingresos, así que no podemos hacer planes de futuro".
Right to Live atiende a 850 niños y niñas, de los que 650 tienen síndrome de Down, 50 son autistas y los 150 restantes no tienen ninguna enfermedad y colaboran en la educación de los demás. Los jardines del centro son como un remanso de paz en medio de una sociedad estresada y desesperanzada, que vive de las ayudas del exterior.
UNA AYUDA IMPRESCINDIBLE
"Sin las ayudas de Naciones Unidas, los habitantes de Gaza no sobrevivirían ni un mes". Quien así habla es Sebastien Trives, de 39 años, máximo responsable de los planes de emergencia de la UNRUA. Un francés de Montpellier que llegó a Gaza hace tres años, después de pasar otros tres en Afganistán. Tiene la mirada limpia y una voz suave, pero sus palabras denotan una cierta frustración. "Aquí todo va en la dirección incorrecta, la cosa está cada vez peor, y no tiene ninguna pinta de mejorar", explica. "Por eso, nuestro trabajo aquí es cada vez más importante, casi imprescindible".
La UNRUA tiene dos tipos de actividades en Gaza: educación y emergencia. "En educación", dice Sebastien, "nos volcamos en intentar buscar soluciones de futuro. Tenemos 228 escuelas en la franja de Gaza, a las que acuden 200.000 estudiantes de entre 6 y 15 años. Les enseñamos árabe, inglés, matemáticas y derechos humanos. Todos los profesores son locales".
"Nos gustaría ayudar a acabar con la ocupación y el bloqueo de Israel", dice en un tono un poco más agresivo, "pero como no está en nuestras manos, intentamos formar a los niños para que actúen de acuerdo a los valores universales de no violencia y respeto. No dependemos del Gobierno de Hamás y actuamos con total libertad. De hecho, todas nuestras escuelas son mixtas. Lo único que podemos hacer es intentar que la próxima generación pueda vivir mejor y no sobrevivir, como sucede ahora".
Los niños "becados" por Naciones Unidas consiguen olvidarse de sus penurias durante el medio día que pueden ir a la escuela. Al colegio del barrio de Remal, en pleno centro de Gaza, asisten cada día 1.200 alumnos, niños y niñas, en dos turnos (de 7 a 12 y de 12 a 17). Hay 38 aulas, asistidas por profesores y profesoras. Los alumnos desfilan de forma marcial para los visitantes y sonríen abiertamente ante el fotógrafo. Parecen felices, pese a todo. Sin la ayuda de Naciones Unidas, estarían en la calle.
La principal responsabilidad de Sebastien son los planes de emergencia de Naciones Unidas en Gaza. De él dependen directamente las actividades de salud primaria, infraestructuras y ayudas a los refugiados, con un presupuesto anual de 250 millones de dólares. "De nosotros dependen cerca de un millón de refugiados, a los que ayudamos a sobrevivir", explica. "Gaza es una gran cárcel en donde viven los palestinos sin trabajo ni esperanza. El 60% de los jóvenes está sin trabajo y vive en un entorno de violencia extrema. Además, calculamos que 300.000 personas viven aquí en una situación de pobreza extrema".
Cada tres meses, la UNRUA reparte sus alimentos en 11 centros esparcidos a lo largo de toda la franja de Gaza: harina, arroz, azúcar, aceite y, cuando hay, algo de carne.
"En infraestructuras no podemos trabajar bien", se queja Sebastien Trives. "Desde los bombardeos de enero de 2009 no hemos podido reconstruir ninguna vivienda, porque no tenemos material de construcción. Ahora estamos construyendo casas de barro como solución provisional. El bloqueo impide entrar cualquier cosa a Gaza. La única vía de entrada son los túneles del Sur".
UNA LÍNEA DE 2.000 TÚNELES
En la frontera del sur de Gaza con Egipto, en la provincia de Rafah, se extiende lo que los palestinos llaman "la línea": una enorme extensión de ocho kilómetros repleta de túneles excavados manualmente, por los que entra desde Egipto la mercancía necesaria para sobrevivir. Están consentidos por los Gobiernos de Hamás, Egipto e Israel, aunque estos últimos bombardean la zona de vez en cuando, cuando quieren aplicar represalias ante cualquier cosa.
La llegada es como internarse en una zona de invernaderos de plástico como los de Almería; cientos de ellos junto a montones de arena extraída de las excavaciones de los túneles. Todo es siniestro y hay centenares de personas que parece que esperan algo, apostadas junto a camiones y furgonetas vacías. Miran de soslayo a los que pasan por allí. Hay como un ronroneo generalizado por los cientos de generadores que alimentan la actividad de los túneles.
A escasos doscientos metros, una enorme alambrada que marca la frontera con Egipto, detrás de una carretera mal cuidada por donde circulan, cuando quieren, los vehículos israelíes.
Después de algunas conversaciones discretas a través de un contacto palestino, se puede entrar a uno de los túneles. Al lado, dos enormes camiones y varias decenas de jóvenes que salen de la tienda con sacos de cemento que cargan en los vehículos. Toneladas de cemento recién traído de Egipto por el túnel de al lado.
La entrada es a través de una pared de plástico negra, como las bolsas de basura, que da paso al interior: un tenderete bastante cutre. Allí hay dos jóvenes descalzos, en pantalón corto y camiseta, y sucios de tierra por todas partes. En una esquina, un infiernillo con té, junto al generador que emite el ruido más escuchado en la franja de Gaza.
El suelo es de tierra. En el centro hay una estructura de hierros oxidados, con soldaduras mal hechas sobre los tubos y una polea que funciona con un motor mínimo y viejo, que suena como si se fuera a romper en cualquier momento. Todo parece que vaya a romperse. Bajo la estructura, un agujero de dos metros de diámetro, una especie de pozo con las paredes recubiertas de hormigón. Abajo, 20 metros de túnel vertical con una escalera de tubos empalmados a un lado que da miedo verla.
La bajada al pozo es claustrofóbica. Sentado sobre una especie de trapecio de cuerda y madera, que el motor de la polea va deslizando penosamente, es como si estuvieras bajando a los infiernos. La travesía parece interminable. Una vez abajo, se agradece pisar tierra firme, aunque la sensación de agobio no desaparece. Con una altura de 1,20 metros, hay que permanecer agachado mientras se observa el largo túnel que se dirige hacia Egipto. La forma de comunicarse con el exterior es un radiotransmisor igual de cutre que todo lo demás.
Por ese túnel, de unos 80 centímetros de diámetro, llegan los suministros que no tienen otra forma de entrar en Gaza por el bloqueo israelí. En unos contenedores azules (unos bidones rajados por la mitad) llegan cargamentos de comida, cemento, herramientas, bidones de gasolina, piezas de motores... de todo. Abajo hay otro motor que tira del cable al que están enganchados los contenedores caseros que llenan en Egipto, a 400 metros de la entrada del túnel.
Hoy hay poca actividad, porque hace dos días los aviones israelíes bombardearon la zona, en respuesta a la muerte de dos colonos judíos por los cohetes lanzados desde la franja. Murieron dos trabajadores de los túneles. Están pendientes del ruido exterior, por si vuelven los aviones, aunque ya están acostumbrados a vivir en esa situación de incertidumbre. "No sabemos si mañana estaremos vivos", dice uno de los jóvenes, que no tendrá más de 22 o 23 años y que fuma sin parar.
En la frontera con Egipto hay cerca de 2.000 túneles, aunque nadie quiere decir el número. Tampoco cuentan dónde están los túneles grandes por donde pasa otro tipo de material. "No lo sé", es la respuesta machacona.
"¿Pero existen esos túneles por donde pasan automóviles e incluso armamento?".
"No lo sé". Lo saben, pero nadie se atreve a hablar de ellos. La mejor prueba de que existen son los todoterrenos, camionetas y motocicletas nuevas que circulan por la ciudad de Rafah, sin matrícula y con pinta de no tener más de un año de vida.
Los túneles se empezaron a construir en 2006, cuando el bloqueo israelí cerró por completo las fronteras. Fue una forma de supervivencia. Pero también un negocio para los que los operan y para sus socios egipcios, con los que van al 50%. Cerca de 70.000 personas viven de los túneles; familias enteras.
Construir un túnel tiene su dificultad y su coste; unos 140.000 dólares, según explica Abu Mohammad, socio propietario de uno de ellos. Tiene 58 años y antes era conductor de taxi; hacía el trayecto Gaza-Jordania y vivía bastante bien. Cuando cerraron la frontera, decidió que era el momento de cambiar de profesión. Buscó un lugar muy próximo a la frontera y construyó uno de los primeros túneles que se hicieron.
"Invertimos cerca de 140.000 dólares y tardamos seis meses. El coste puede parecer muy elevado, pero el salario de los excavadores es de 400 dólares diarios, por lo que sale a 200 dólares el metro. El material asciende a unos 30.000 dólares", explica con una taza de té en una mano, mientras espanta las moscas con la otra. "La inversión se amortiza en un año".
Existe un mapa de túneles, que mantienen en el mayor de los secretos, por seguridad. Pero las autoridades palestinas de Gaza venden las concesiones informalmente y se aseguran de que no se encuentren unos túneles con otros. El trabajo de excavación se hace con brújula, unos pequeños generadores y mucha voluntad para sacar las toneladas de tierra del agujero.
En el túnel de Abu trabajan entre 8 y 15 personas. "Depende del trabajo. Estos días todo está parado, porque los egipcios no se arriesgan a enviar mercancía; tienen miedo de los bombardeos israelíes". El ambiente está tenso. Hay nervios, muchos nervios. En un momento dado suena el ruido de un avión y todos miran al cielo. Falsa alarma, no es un bombardero, y además pasa por el otro lado de la frontera.
MISERABLES JUNTO A NUEVOS RICOS
A menos de un kilómetro de "la línea" está la ciudad de Rafah, una especie de oasis de consumo aparente en medio de la nada de Gaza. La calle principal está llena de tiendas con los escaparates llenos de todo tipo de mercancías. Aunque la verdad es que hay mucho movimiento y pocas compras. No hay dinero para consumir. Tan solo hacen negocio los puestos de kebab, dulces y helados. Coches y motos nuevos circulan por la calle, sin matrícula y con sus conductores dejándose ver. Son los nuevos ricos de un país lleno de miseria.
En Rafah, en la segunda línea de viviendas junto a los túneles (la primera está destruida por los constantes bombardeos israelíes), comienza el campo de refugiados de Yevna; decenas de bloques de casas a medio construir, o a medio destruir, en donde viven cerca de 8.000 personas. Un fuerte contraste con la calle principal. La mayoría vive de las ayudas de la UNRUA.
En el cuarto piso de un edificio medio en ruinas vive Khaled Zanun, un refugiado de 45 años que llegó, con sus padres, hace 40 de Al Abassia, al norte de Israel, junto al aeropuerto Ben Gurión. Sentado en el suelo, sobre una alfombra limpia, cuenta que está casado y tiene ocho hijas, pero que en enero de 2009 los bombardeos israelíes mataron a su único hijo, que solo tenía 15 días. "Los bombardeos sobre los túneles fueron muy intensos, el aire estaba muy viciado y mi bebé no podía respirar; murió intoxicado", dice con la mirada perdida. "Desde entonces soy un muerto. El mejor futuro es morir cuanto antes y dejar de sufrir".
La vuelta de Rafah a la ciudad de Gaza es una oportunidad para transitar una calle emblemática, la de Saladino, por la que se circulaba con alegría antes de 1948. Forma parte de una gran carretera que nacía en Marruecos y pasaba por Túnez, Argelia, Libia, Egipto, Gaza, Israel y Líbano, antes de llegar a Turquía. Ahora ya no es lo que era, como todos los territorios palestinos. Circulan por el asfalto gastado de la vía de Saladino todo tipo de vehículos medio rotos. Desde grandes camiones hasta pequeños carros de madera tirados por burros, que transportan materiales de construcción de segunda mano obtenidos de las casas destruidas por los bombardeos.
Después de varias horas de viaje se llega al barrio de Ezbeit Abd Arabbo, en Gaza capital. Es otra de las zonas más castigadas por los bombardeos de 2008-2009. Se ven infinidad de casas destruidas que ni se han reconstruido ni se podrán reconstruir en mucho tiempo. También hay solares limpios donde había casas de familias.
Majed al Atamma, de 60 años, nos recibe en su nueva casa de barro que le ha entregado la UNRUA tras la destrucción de su vivienda y las de su familia. "Durante los bombardeos, los israelíes nos destruyeron seis casas y tres coches de taxi. Todo lo que teníamos quedó destruido por los helicópteros Apache, que se ensañaron con nosotros", dice con una mirada de ira. "Han acabado con nuestra vida".
En esas seis casas vivían 57 personas de su familia: hermanos, cuñados, hijos, sobrinos... "Después de casi un año de vivir en esa chabola", explica, "la UNRUA nos construyó esta casa de barro en donde nos hemos metido mi mujer y yo, y seis hijos". La casa tiene unos 60 metros cuadrados repartidos en dos dormitorios, una cocina y un baño. Al lado, unas cuantas chabolas, un pequeño terreno labrado, dos burros y varias gallinas y patos.
Majed se muestra muy irritado. "Israel es un Estado terrorista. Primero nos quitaron nuestra tierra, en 1948, y 60 años después han destruido lo que habíamos logrado recomponer durante mucho tiempo. ¿Dónde están la democracia y la justicia? Antes podíamos vivir, aunque estábamos enjaulados en Gaza; pero ahora, ni eso. No tenemos nada. Lo destruyeron todo, con saña. La vida ahora es un infierno. ¿Qué tenemos que ver los civiles con una guerra? ¿Por qué nos tienen encarcelados aquí? Palestina es nuestra tierra y nos la han robado. Además, durante todo el proceso de paz, desde 1994, Israel no ha dado un paso. Nosotros somos pacíficos y nos han encarcelado en un territorio pequeño. ¿Qué va a ser de nosotros?".
Esa es la pregunta que se hacen todos los habitantes de Gaza. Y la única respuesta que reciben viene de los clérigos en las mezquitas: hay que seguir luchando. El poder de la religión es total en la franja, de la mano del Gobierno de Hamás y del creciente movimiento islamista. Hasta en la calle se nota el aumento del velo entre las mujeres.
Ayat tiene 28 años, trabaja en el Ministerio de Religión y acepta fotografiarse con el velo que llevan las suníes. "Es un velo completo, hiyab, que llevo desde el primer año de Universidad", explica. "Creo en él y me siento muy cómoda. Me aleja de los problemas y me da libertad para moverme sin que me conozcan. Nadie me obliga y lo hago porque quiero". Está casada y tiene un hijo y una hija. "A mi hija la dejaré elegir si lo quiere llevar o no".
Elegir es una palabra en desuso en Gaza. No hay mucho donde elegir. Con una economía de supervivencia, los palestinos de la franja viven al día, sin saber qué será de ellos mañana y sin esperanza alguna.

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