sábado, junio 05, 2010

Reprimenda a las agencias de calificación

Reprimenda a las agencias de calificación NEGOCIOS - 02-05-2010
Un aplauso para el subcomité permanente de investigaciones del Senado de Estados Unidos. Su trabajo con la crisis financiera se parece cada vez más a la versión del siglo XXI de las vistas de Pecora, que ayudaron a marcar el comienzo de la regulación financiera de la era del new deal. En los últimos días, escandalosos correos electrónicos de Wall Street publicados por el subcomité han llegado a los titulares de los periódicos.
Esta es la buena noticia. La mala es que la mayoría de los titulares eran sobre los correos equivocados. Cuando los empleados de Goldman Sachs se jactaban del dinero que habían ganado vendiendo al descubierto en el mercado inmobiliario, era feo, pero no podía considerarse un crimen.
No, los correos electrónicos en los que deberíamos centrarnos son los de los empleados de los organismos de calificación crediticia, que otorgaron calificaciones Triple A a cientos de miles de millones de dólares en activos sospechosos, casi todos los cuales se han convertido después en basura tóxica. Y no, no es una hipérbole: de los valores respaldados por hipotecas subprime con calificación Triple A emitidos en 2006, el 93% -¡el 93%!- se ha rebajado a la categoría de basura.
Lo que esos correos electrónicos revelan es un sistema profundamente corrupto. Y es un sistema que la reforma financiera, según la propuesta actual, no arreglaría.
Los organismos de calificación crediticia empezaron como analistas de mercado que vendían tasaciones de deuda corporativa a gente que se estaba planteando comprar esa deuda. Sin embargo, con el tiempo se transformaron en algo bastante diferente: empresas contratadas por gente que vendía deuda para que le dieran a esa deuda el visto bueno.
Ese visto bueno llegó a desempeñar un papel primordial en todo nuestro sistema financiero, en especial para los inversores institucionales como los fondos de pensiones, que compraban los bonos sólo en el caso concreto de que recibieran la ansiada calificación Triple A.
Era un sistema que parecía digno y respetable a primera vista. Sin embargo, provocaba enormes conflictos de intereses. Los emisores de deuda -que cada vez más eran empresas de Wall Street que vendían valores que creaban troceando cosas como hipotecas subprime- podían elegir entre varios organismos de calificación. Así que podían dirigir su empresa a la entidad que tuviera más probabilidades de emitir un veredicto favorable y amenazar con quitarle negocio a una agencia que se esmerara demasiado en hacer su trabajo. Analizándolo retrospectivamente, está clarísimo cómo podía esto corromper el proceso.
Y lo hizo. El subcomité del Senado ha centrado sus investigaciones en las dos principales entidades de calificación crediticia, Moody's y Standard & Poor's; lo que ha encontrado confirma nuestras peores sospechas. En un mensaje de correo electrónico, un empleado de S&P explica que es necesaria una reunión para "hablar de ajustar los criterios" para tasar los valores respaldados por hipotecas "ante la continua amenaza de perder contratos". Otro mensaje se queja de tener que usar recursos "para maquillar las cifras de los préstamos subprime y los alt-A
[productos para prestatarios que no cumplen los requisitos para préstamos convencionales] para conservar la cuota de mercado". Está claro que las entidades distorsionaron sus tasaciones para agradar a sus clientes.
A su vez, estas tasaciones sesgadas ayudaron al sistema financiero a asumir mucho más riesgo del que podía asumir de forma segura. El inversor de bonos Paul McCulley, que trabaja en Pimco y acuñó el término "bancos en la sombra" para las instituciones liberalizadas que originaron la crisis, lo describía hace poco de esta manera: "El crecimiento explosivo de la banca en la sombra era como si la mano invisible organizara una fiesta, una fiesta con alcohol y sin regulación, en la que los organismos de calificación repartían carnés de identidad falsos".
En fin, ¿qué se puede hacer para evitar que ocurra de nuevo? El proyecto de ley que se ha presentado ahora al Senado intenta hacer algo respecto a los organismos de calificación, pero en definitiva se muestra bastante suave con el tema. La única disposición que podría resultar amenazadora es la que facilitaría demandar a los organismos de calificación si incurrieran en "una incapacidad consciente o temeraria" para hacer lo correcto. Pero está claro que con esto no basta, dado el dinero que está en juego, y el hecho de que Wall Street se puede permitir contratar a abogados muy, muy buenos.
Lo que de verdad necesitamos es un cambio fundamental en los incentivos de las agencias de calificación. No podemos volver a la época en la que estas entidades ganaban su dinero vendiendo grandes libros de estadística; la información fluye con demasiada libertad en la era de Internet, por lo que nadie compraría los libros. Pero hay que hacer algo para acabar con la naturaleza esencialmente corrupta del sistema en el que el emisor paga.
Un ejemplo de algo que podría funcionar es una propuesta de Matthew Richardson y Lawrence White, de la Universidad de Nueva York. Sugieren un sistema en el que las empresas que emitan bonos sigan pagando a los organismos de calificación para que evalúen esos bonos, pero que sea la Comisión del Mercado de Valores, y no la empresa emisora, la que determine qué entidad es la que se lleva el negocio.
No me aferro a esa propuesta en concreto. Pero no hacer nada no entra dentro de las opciones. Es reconfortante fingir que la crisis financiera no ha sido más que la consecuencia de unos errores bienintencionados. Pero no lo ha sido; ha sido, en gran medida, la consecuencia de un sistema corrupto. Y los organismos de calificación representaron una gran parte de esa corrupción.

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