miércoles, junio 02, 2010

Mesas Isabel Coixet

Creo que en el mundo no hay nada tan desordenado como mi mesa. Hay una mescolanza de papeles de bancos, recibos de asociaciones de las que apenas consigo descifrar las siglas, pósits con teléfonos que ni siquiera recuerdo haber apuntado, recortes y recortes de revistas vperíódicos, briznas de información sobre grupos que ya no tocan juntos, cintas Betamax (!), programas de exposiciones de antes de que naciera, fotos encontradas en armarios, papeles de caramelos, notas enigmáticas con citas a las que nunca fui, recetas milagrosas contra las verrugas y el acné, frases de escritores, titulares pintorescos de diarios argentinos. Muchas de esas cosas ignoro completamente cómo han llegado hasta aquí.
Cada dos meses, más o menos, decido con desesperación que este desorden tiene que terminar y tiro todo a la basura. Pero misteriosamente, apenas un día después, los papeles vuelven. Muchas veces tengo la sensación de que reptan desde la papelera y se camuflan en las paredes esperando el momento en que no miro para apoderarse otra vez de la mesa y volver a campar a sus anchas.
Siempre, desde que mi memoria alcanza, me ha sido difícil mantener el orden en mis mesas de trabajo. Cuando era pequeña, como muchos niños, me daba pena tirar cualquier cosa porque pensaba que las cosas lo pasaban mal si te deshacías de ellas, que notaban tu desdén, así que, ante la desesperación de mi madre, lo de una banda de urracas. Mi mesa entonces estaba llena de capuchones de rotulador, de gomas Milan roídas, de cuadernos con las anillas descuajeringadas, cromos repetidos, álbumes vacíos, trocitos de papel con chicle.
Luego, en mis sucesivas mesas, intenté sin éxito desterrar esas infantiles ideas animistas. Me decidíí a adoptar diversos métodos más o menos drásticos que incluyeron obligarme a no poner nada que no fuera estrictamente necesario, o tirar inmediatamente antes de depositarlo en la mesa cualquier papel que se acercara a ella. Pero esas decisiones quedaron pronto arrinconadas ante la persistente inercia que atrae a cualquier cosa que pase por delante hacia mis sucesivas mesas. En todas las oficinas en las que he trabajado, aunque sea por poco tiempo, he conseguido reproducir el caos total a pocos instantes de tomar posesión. Hay gente bienintencionada que se ha brindado a ayudarme a resolver este problema, pero todo esfuerzo ha sido inútil. Sé que trabajaría más a gusto, que pensaría con más claridad, que tendría presentes muchas cosas importantes que quedan enterradas entre las montañas de cosas completamente inútiles. Pero supongo que en el fondo tengo la extraña superstición de que sería incapaz de producir nada en una mesa limpia y ordenada. Que si hasta ahora he conseguido manejarme en el desorden, alguna oculta razón habrá.
En cuanto llego a una casa nueva, me propongo firmemente comenzar de cero y erradicar ese desorden (que se limita a la mesa, no crean que mi casa es una leonera). Pero ya he llegado a la conclusión de que no hay nada que hacer. Que, como decía el doctor Strangelove, hay que aprender a amar la bomba.
Muchas veces me he preguntado si mi vida sería diferente si consiguiera mantener el orden en mi mesa. Pero no me he permitido nunca la oportunidad de saberlo.

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