sábado, diciembre 08, 2007

El festín del icneumónido. Enric González. Thomson, Venables & Bulger.

El festín del icneumónido. Enric González. DOMINGO - 02-12-2007 Los icneumónidos son insectos himenópteros, no muy distintos de una avispa. Pese a su escasa celebridad, su contribución a las ciencias morales resulta enorme: un solo icneumónido de cuatro milímetros es capaz de dejar sin argumentos a cualquier teólogo que aspire a razonar sobre la bondad de la naturaleza. El insecto en cuestión se dedica al endoparasitismo. La hembra deposita sus huevos en el interior de otro animal, como una oruga o un arácnido. Cuando el huevo se rompe, la cría del icneumónido se alimenta de su anfitrión siguiendo un plan metódico: necesita que el alimento le dure sin corromperse, es decir, que el anfitrión siga vivo, por lo que empieza por las partes grasas y el aparato digestivo, y deja para el postre (y hablamos de tiempo) el sistema nervioso. Se trata de un banquete-tortura bastante horrible de ver, porque la víctima no deja de sufrir convulsiones. Basta conocer a un icneumónido para dejar de plantearse si la naturaleza es buena o mala. Cuanto más se mira la naturaleza, más amoral parece. La moral, la vara de medir el bien y el mal, constituye por tanto un asunto estrictamente humano, confuso y embarazoso. Sabemos distinguir el mal, pero, si descartamos los argumentos religiosos, no sabemos qué es. Las definiciones, desde Tomás de Aquino hasta Sigmund Freud, son reductivas. No sabemos qué es, pero estamos obligados a convivir con el mal, a hacerlo, a sufrirlo, a administrarlo, a castigarlo. El 12 de febrero de 1993, dos niños de 10 años torturaron y asesinaron a un niño de tres. Jon Venables y Robert Thompson hicieron novillos y se dedicaron a merodear por el centro comercial Bootle Strand de Merseyside, en Liverpool, con la idea de secuestrar a alguien más pequeño. Lo intentaron sin éxito por la mañana. Por la tarde encontraron a James Bulger, que estaba a punto de cumplir tres años y se había alejado momentáneamente de su madre. James dejó que Jon Venables le tomara de la mano y le llevara hacia la calle. El trío caminó más de cuatro kilómetros, hasta la vía del tren. Si alguien quiere saber exactamente lo que ocurrió en la vía, y tiene ganas de arruinarse el domingo, puede buscar en Google. La policía no dejó que la madre de James viera el cuerpo. Asistí al juicio contra A y B (la justicia británica protegió hasta la sentencia la identidad de los niños) en un tribunal de Liverpool. Las sesiones eran largas, y el juez, con la idea de que los acusados tuvieran conciencia del delito cometido, raramente les permitió abandonar la sala. Thompson lloraba a veces. Venables, hiperactivo, desplegaba su gama de tics nerviosos. Pero fundamentalmente se aburrían, miraban al público, jugaban con los dedos. El caso de Thompson y Venables suscitó un formidable debate sobre el mal y sobre qué hacer con él. ¿Había que corregirlo? ¿Había que castigarlo? Reeducación y castigo son los dos polos de cualquier teoría penitenciaria. Pese a su condición antitética, simulamos que van de la mano, y las sociedades más desarrolladas envían a la gente a la cárcel para rehabilitarla. Se trata de algo absurdo, como otras fórmulas de consenso. De momento, nadie ha aplicado una idea mejor. Thompson y Venables fueron internados en dos centros especiales durante ocho años. En 2001, a los 18 años, quedaron en libertad. Ahora disponen de una identidad secreta y protegida. El tema sigue provocando discusiones interminables. El humano basa su prosperidad en la escala biológica en su no especialización: puede adaptarse a casi todo. Creo que la frivolidad constituye uno de nuestros mejores recursos. Auschwitz debería obsesionarnos, y, sin embargo, no nos impide salir a cenar por ahí. Sobrevivimos gracias ello. Ante los grandes problemas, y el mal es el mayor de ellos, recurrimos con frecuencia a la frivolidad egoísta y a una de sus ramas académicas, la economía. Ésa es, por ejemplo, la clave del sistema penitenciario. El Gobierno italiano, el año pasado, concedió un indulto porque las cárceles estaban llenas y no había dinero para construir otras. Miles de delincuentes salieron a la calle, y al menos la mitad delinquieron de nuevo. La gente se quejó, pero nadie estaba dispuesto a pagar más impuestos para crear nuevas prisiones. En esencia, la cosa funciona así en todas partes. Vamos tirando y procuramos no atormentarnos con problemas filosóficos. Como el icneumónido, queremos comer, y que dure. -

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