lunes, diciembre 25, 2006

Límites de la libertad de expresión: Necesitamos un debate sobre lo que la ley debe y no debe permitir que se diga y escriba por Timothy Garton Ash

Un filósofo francés ha tenido que esconderse para escapar de las amenazas de muerte aparecidas en páginas web islamistas porque publicó un artículo en un periódico francés en el que afirmaba que en el Corán se dice que Mahoma es "un maestro del odio". Un montaje de Idomeneo, de Mozart, que en diversos momentos exhibe la cabeza de Mahoma (¿de plástico? ¿de papier maché?) decapitada, junto a las de Jesús, Buda y Poseidón, ha sido retirado de la programación de la Deutsche Oper de Berlín después de que la policía local informara a la dirección sobre una amenaza telefónica. Y eso sólo en la última semana.

Si retrocedemos un poco, nos encontramos con el asesinato del cineasta holandés Theo van Gogh y el acoso criminal a Ayaan Hirsi Alí y Salman Rushdie. Dan una paliza a un activista antifascista después de que se publiquen su fotografía y su domicilio en una página de extrema derecha llamada Redwatch. Los defensores de los derechos de los animales amenazan a los investigadores científicos y sus familias. Unos extremistas sijs obligan a retirar de los escenarios británicos una obra que les molesta. Unos extremistas cristianos amenazan a los ejecutivos de la BBC porque emiten Jerry Springer: la ópera. ¿Hace falta que siga?

Los fanáticos sin fronteras están en marcha. Es un error hablar de una única "guerra contra el terror"; nuestros enemigos son muy variados y sus ideologías muy distintas. Pero si alguien no ve que estamos librando una lucha contra múltiples enemigos de la libertad, que pueden llegar a ser tan mortales como los que afrontamos en los años treinta, es que está en Babia, que es lo mismo que decir: es un europeo contemporáneo típico. En el primer decenio del siglo XXI, los márgenes para expresarse con libertad, incluso en las viejas democracias liberales, se han reducido, se reducen constantemente y -si no nos decidimos a luchar- seguirán reduciéndose. La libertad de expresión no es dominio exclusivo de escritores y artistas. Es una libertad fundamental, el oxígeno del que dependen las demás libertades. No es casual que John Stuart Mill dedicara todo un capítulo de Sobre la libertad a "la libertad de pensamiento y discusión".

La erosión de la libertad de expresión se produce de muchas formas distintas. La más obvia es la violencia o la amenaza de violencia: "Si dices eso, te mataremos". En nuestra época, esto se ha vuelto tremendamente más fácil gracias a Internet, el correo electrónico y los teléfonos móviles. El filósofo francés Robert Redeker tuvo que esconderse cuando una página web islamista decretó que "el cerdo" tenía que ser "castigado por los leones de Francia", igual que había hecho "el león de Holanda, Mohammed al Bouyeri", y publicó su domicilio, su número de teléfono y su fotografía. Mohammed Bouyeri fue quien asesinó a Theo van Gogh.

Si bajamos un escalón nos encontramos con las protestas pacíficas públicas, a veces con la amenaza implícita de violencia. Existen asimismo otras formas de presión menos visibles, como el uso de las armas económicas: por ejemplo, el boicoteo a los artículos daneses en varios países islámicos tras el escándalo de las caricaturas, o la presión encubierta del Estado chino a las empresas de televisión por satélite, de las que China es un cliente muy importante.

Luego está la autocensura de quienes sufren dichas amenazas. La canciller Angela Merkel calificó la decisión de la Deutsche Oper de retirar Idomeneo, apropiadamente, como una "autocensura por miedo". Pero la autocensura también puede nacer de una idea bienintencionada de armonía multicultural, en la línea de "tú respetas mis tabúes y yo respeto los tuyos"; lo que en alguna columna he llamado la tiranía del veto de grupo. Y hay que contar con los casos en los que los gobiernos y parlamentos democráticos intentan, equivocadamente, garantizar la paz y la armonía entre comunidades mediante leyes que limitan la libertad de expresión. La ley propuesta inicialmente por el Gobierno británico sobre la incitación al odio religioso es un ejemplo típico.

Las amenazas proceden de los sectores más variados. Sería absurdo pretender que, en la actualidad, entre las más intimidatorias no están las de los extremistas islámicos, al menos para Europa y EE UU. Al fin y al cabo, los cristianos, los budistas y los adoradores de Poseidón no amenazaron, que sepamos, con tomar represalias violentas por la exhibición de las cabezas (¿de plástico?) decapitadas de sus seres más sagrados en un escenario berlinés. Pero los ejemplos que enumeraba al principio muestran que los yihadistas no son los únicos que pretenden cortar el oxígeno de la libertad de expresión. Mientras escribo, me llega la noticia de que un buen amigo mío, Tony Judt, historiador de la Europa moderna, que ha criticado abiertamente las recientes decisiones políticas de Israel, ha visto de pronto que habían anulado su presencia en un local de Nueva York después de que la institución anfitriona, que era el consulado de Polonia, recibiera una serie de llamadas de teléfono (tenía pensado hablar sobre El lobby israelí y la política exterior de EE UU). Según el cónsul polaco, las llamadas las hicieron "un par de grupos judíos", entre ellos la Liga Anti-Difamación, y "representantes de círculos diplomáticos e intelectuales estadounidenses". No se pueden comparar unas llamadas de teléfono con unas amenazas de muerte, desde luego. Pero todo ello forma parte de una erosión gradual y múltiple de la libertad de expresión, incluso en tierras tradicionales de libertad como Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña.

¿Qué podemos hacer? En primer lugar, debemos darnos cuenta de la gravedad del peligro. Repito: es uno de los mayores riesgos que corre hoy la libertad. Necesitamos un debate sobre lo que la ley debe y no debe permitir que se diga y se escriba. Ni siquiera el propio Mill sugería que todo el mundo pudiera decir cualquier cosa, en cualquier momento y cualquier lugar. También debemos discutir qué es prudente y juicioso decir en un mundo globalizado en el que pueblos de culturas tan diferentes viven tan cerca unos de otros, como compañeros de habitación separados sólo por una cortina. Hay una frontera de prudencia y sensatez que está más allá de la que debe fijar la ley. Por ejemplo, creo que el artículo de Robert Redeker en Le Figaro fue un desafuero imprudente, con su afirmación de que el islam (no el islamismo o el yihadismo, sino el islam, por las buenas) es el equivalente actual al comunismo mundial de tipo soviético -ayer Moscú, hoy La Meca- y su denuncia de Mahoma como un "caudillo despiadado, saqueador, asesino de judíos y polígamo". No obstante, cuando los fanáticos sin fronteras reaccionan diciendo que van a matarle, debemos mostrar una solidaridad total con el escritor amenazado, en consonancia con el espíritu de Voltaire.

No importa que Voltaire seguramente no dijera nunca lo que suele atribuírsele: "No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". La famosa cita parece ser, más bien, una paráfrasis de principios del siglo XX. Pero la esencia corresponde sin duda a Voltaire. Y el orden de las frases es vital. Con demasiada frecuencia, desde el caso de Rushdie, hemos visto esta sintaxis invertida: "Por supuesto que defiendo su libertad de expresión, pero...". El principio de Voltaire expone la idea en el orden debido: primero la discrepancia, pero luego la solidaridad incondicional. Ahora nos toca a todos desempeñar nuestro papel. El futuro de la libertad depende de que las palabras sean más poderosas que los cuchillos.

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