viernes, abril 22, 2011

La mujer valiente: Jane Eyre. Elvira Lindo eps

La mujer valiente Elvira Lindo DOMINGO - 03-04-2011
"Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción". La frase no es mía, me la escribió un día Soledad Gallego-Díaz, y me alegró que fuera ella, periodista, tan cuidadosa con los hechos, quien advirtiera que la ficción tiene un poder de contener el mundo en la vida de un solo personaje, que de inmediato, por esos extraños caminos de la identificación, se parecerá a la del lector, y le hará compañía y le dará consuelo. Hay verdades que solo se pueden contar a través de la ficción. Lo dijo alguien que había sido testigo de los horrores de la Segunda Guerra Mundial y que no supo o no quiso contarlo salvo a través de unos cuentos llenos de poesía y simbolismo, J. D. Salinger.
Hay verdades que solo se pueden contar a través de las novelas. Me lo dijo un día el psicólogo José Luis Pinillos, que tanto sabe también de guerras y de la vulnerabilidad humana. Me confesó cuánto podía aprender un psicólogo de un buen retrato literario. Hay verdades que solo están en las novelas. Lo digo yo. Por mucho que se haya estudiado cómo era la vida de las mujeres en el siglo XIX, nada es más elocuente que la posibilidad de identificación con una de ellas. Con Jane, por ejemplo.
Esa Jane Eyre que vio la luz por vez primera en 1847, firmada no con el nombre de su autora, Charlotte Brontë, sino con un seudónimo, Currer Bell. Por supuesto, se especuló mucho sobre su autoría y se atribuyó durante un tiempo, cómo no, a un hombre. Porque el hecho de que Jane Eyre hubiera sido escrito por una mujer hacía la historia aún más subversiva. ¿Cómo era posible que una niña que solo había conocido el desprecio y el maltrato de su familia, en el internado hubiera conservado intacta la dignidad y el deseo de actuar según su conciencia? Cuando yo leí este libro, con 12 o con 13 años, no eran esas las preguntas que me provocaba. No tenía en mente ninguna perspectiva histórica: Jane estaba actuando en el momento preciso en que yo me sumergía en sus páginas. Lo extraordinario es que no siendo mi situación personal en absoluto parecida a la de aquella pobre niña, el arrojo silencioso y contenido que muestra desde la primera página tuviera tal influencia sobre mí.
De la misma forma que en un verso de Salinas el amante le dice a su amor: "Es que quiero sacar de ti tu mejor tú", hay libros, aquellos que se leen en un momento crucial de la vida, que sacan de nosotros nuestro mejor yo, o que nos ayudan a reconocer lo que somos y no lo que los demás quieren que seamos. Veo la nueva versión que de Jane Eyre se ha llevado al cine y pienso en cuál es la razón por la cual ese personaje, Jane, mantiene su valor inalterable en el siglo XXI, visto ahora por una mujer dueña, en la medida en la que una puede poseerla, de su propia vida. Es posible que esta sea la versión que más me ha gustado. Esa jovencísima actriz, Mia Wasikowska, sabe darle al personaje esa cualidad de pureza y determinación contenida que tiene. Aunque siempre se pone el ejemplo de aquella versión que protagonizaran Orson Welles y Joan Fontaine, a Fontaine siempre la he visto como una señora elegante, antigua y sufriente con la que me es muy difícil identificarme. Una vez y otra y otra, las que hagan falta, vuelvo a ver la misma historia. La de una Cenicienta que no es tal, porque la pobre chica finalmente no se casa con un príncipe azul, sino que rescata a un hombre destrozado. Vence el amor, pero también la valentía, la generosidad, la falta de codicia. Valores que nunca caducan.
En esta sala del Upper West estoy tan entregada a las palabras de Jane como cuando tenía 13 años. Solo de vez en cuando me perturban las risas del público, que es capaz de soltar la carcajada en cuanto se da el más ligero comentario sexual o de puro deseo. Risitas incontenibles, nerviosas, que sirven de vía de escape para la vergüenza que provoca el sexo y a las que jamás me acostumbraré. Una vez que logro superar la molestia vuelvo a concentrarme en los pasos de Jane. Me pregunto cuántas veces en la vida una mujer se ve forzada a ser Jane Eyre, a defenderse del atropello, de la falta de respeto, de la condescendencia, y cuánto hay que agradecerle su ejemplo de valentía y arrojo, aun cuando la realidad está en su contra desde el nacimiento. Me gusta también que las películas no edulcoren el pasado, envolviéndolo con una pátina de belleza que convierte en entrañable la miseria de los pobres. En esta ocasión sentimos el frío de Jane; la incomodidad de los grandes espacios; la sordidez de esos castillos, tan bellos por fuera, tan lúgubres dentro; el mortal aburrimiento de un invierno eterno, de los días sin luz, de la vida iluminada por velas; la falta de sensualidad; el desprecio de clase; la soledad de la vida en un campo tan bello como atemorizante; la falta de consideración que despertaban aquellas jóvenes institutrices encargadas de desasnar a los niños de los ricos.
Es posible que algunos lectores de mi generación no se acercaran a esta novela por considerarla literatura para mujeres. Ahora que ya no tienen nada que demostrar deberían atreverse. Como ocurre con tantos clásicos, se da por leído lo que jamás se leyó. Atrévanse. Y luego me cuentan si me equivoco al pensar que hay verdades que solo pueden contarse a través de las novelas. -

En misa de ocho Elvira Lindo DOMINGO - 27-03-2011
Nunca quise ser monja. A no ser que la monja fuera Ingrid Bergman en Las campanas de Santa María, Audrey Hepburn en Historia de una monja, Shirley MacLaine en Dos mulas y una mujer o Julie Andrews en Sonrisas y lágrimas. Visto el casting de monjas que inspiraron en mí algún tipo de vocación religiosa, es evidente que lo que yo deseaba es ser una monja que colgara los hábitos en cuanto se acabara el rodaje de la película. Monja de camerino o monja de caravana, si se rueda en exteriores.
Sin embargo, y no bromeo, nunca fui ajena a sentir el recogimiento espiritual que una iglesia emana, al dramatismo de algunos pasajes de la Biblia, a la gravedad de ciertos momentos de un servicio religioso o al estremecimiento que la más bella música de iglesia puede provocarte. Hay quien afirma que se pueden apreciar las obras de arte inspiradas por la fe experimentando una mera emoción estética. Pero ¿por qué no abandonar durante dos horas nuestros principios para entender mejor la idea que motivó una pieza musical, un fresco en la basílica florentina de Santa Croce o cierto pasaje de la Biblia? Cuando escucho la voz única de Mahalia Jackson en casa tengo que dejar de hacer cualquier tarea, su voz interpretando Come sunday me sacude por dentro. No puedo imaginar lo que sería si la hubiera podido ver en cualquiera de esos templos en los que ella convertía su talento musical en una manera de unir a Dios con los feligreses. Puedo disfrutar del góspel sentada en el sofá, pero no es comparable a escucharlo un domingo, en un templo de Harlem, interpretado por sus vecinos como un acto de fe, no como un acto cultural. ¿Es un pecado para los no creyentes abandonarse a ello? Consiste en dejarse llevar por lo que sienten esas personas que alzan las manos al cielo cuando cantan.
Con esa intención de abandono, fuimos la otra tarde a la misa de ocho más esperada de la primavera: la Misa en si menor de Bach. El templo, el Carnegie Hall. Oficiaba el servicio, el japonés Masaaki Suzuki dirigiendo a la orquesta Bach Collegium Japan. Vestidos con el decoro que correspondía a tamaño acontecimiento, ocupamos las dos butacas que nos había conseguido el único varón occidental del coro, un belga, Bart Vandewege, cuya cabeza rubia sobresalía por altura y color entre los cantantes japoneses. ¿Que cómo llegó ese belga a reservarme desde España dos entradas para el concierto más cotizado de la temporada del Carnegie? Pues hay que creer un cincuenta por ciento en Dios y el otro cincuenta en las redes sociales. A veces el milagro se produce. Allí estábamos nosotros, entre los casi 4.000 creyentes en Bach que ocupaban hasta la última butaca de los cinco pisos de este templo musical. Antes de comenzar el concierto, un representante del Carnegie recordó a las víctimas del terremoto japonés y pidió un minuto de silencio.
Fue un silencio de 4.000 criaturas. Mirábamos a los músicos puestos en pie, casi todos con la cabeza baja, quién sabe si recordando a alguien querido, alguien que en su corazón tenía un rostro irrepetible, un nombre concreto y familiar. El silencio y Bach. Bach recorriendo el camino que describe todos los estados de ánimo que se producen entre el hombre y un ser superior. De suplicarle piedad a la celebración de la vida. Piedad, en este caso, para los inocentes que han muerto tragados por una tierra rabiosa; alegría por los que han sobrevivido entre las ruinas. Cómo no pensar en esos términos si ese fervor es el que quería contagiar quien tan delicadamente compuso esa obra. Bach. Cuatro mil cabezas recibiendo su mensaje, ocho mil oídos por donde penetraba un aria que te acercaba al Paraíso, una cantidad nada desdeñable de sonotones en el patio de butacas. Es curioso: si uno mira al público del Carnegie desde arriba, verá un conjunto de cabecillas blancas que todas juntas parecen algodonar el suelo; según se va ascendiendo en pisos, las cabezas se van oscureciendo. Son los jóvenes que dentro de cuarenta años escucharán la misa desde el patio de butacas que ahora se les antoja tan lejos. Ley de vida.
Es tal la fuerza de esta misa que no se entiende cómo la Iglesia católica vulgarizó sus ritos hasta convertirlos en una baratura de guitarrerío y voces mal entonadas. Han desechado lo mejor de su tradición, la belleza que en torno a la idea de Dios crearon algunos de sus más inspirados creyentes, y se han quedado con su vieja costumbre de fiscalización de la vida de las criaturas, de las suyas y de las ajenas. Predican con una furia que nada tiene que ver con la espiritualidad que transmiten las voces y los instrumentos de esta orquesta japonesa donde destaca como si fuera un punto de luz la cabeza de ese ángel belga que nos ha regalado estas butacas. Después de aplaudir, 4.000 personas puestas en pie salimos a la calle 57 envueltos aún en música, algo idos, algo mareados. Un vino, una cena frugal, volverían a ponernos los pies en el suelo. Qué torpe es la Iglesia. No se dan cuenta de que para personas como nosotros la estética es siempre un espejo de la ética. Si los servicios religiosos tuvieran una dignidad en su puesta en escena, quién sabe, igual nos convertiríamos. Aunque fuera solo el tiempo que dura una misa como esta, la misa de ocho.

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