miércoles, diciembre 29, 2010

Cuidado con la concupiscencia. JOSE ANTONIO GABRIEL Y GALAN EL PAÍS

Cuidado con la concupiscencia. JOSE ANTONIO GABRIEL Y GALAN EL PAÍS - Opinión - 09-11-1980 Buena la hicieron nuestros primeros padres: con un pecado primigenio pusieron en circulación esa vorágine llamada concupiscencia. Los diccionarios más avanzados sostienen que el pecado original., al romper la armonía entre las tendencias sensibles y racionales, ha introducido en el hombre un desequilibrio fundamental, y los bienes sensibles le atraen poderosamente. Esta atracción es la famosa concupiscencia, que, a juzgar por lo sinuoso de sus manejos, debe ser representada bajo la forma de serpiente.San Juan Evangelista nos habla de la concupiscencia de la vida, la concupiscencia de los ojos y la concupiscencia de la carne, en un alarde de expresividad poética. La primera vendría a ser la envoltura dentro de la cual se halla la concupiscencia de los ojos, a través de la que penetramos, a modo de émbolo, en el pecado conocido como concupiscencia de la carne. Bien es cierto que los cristianos han seguido concupisciendo y reproduciéndose a lo largo de la historia, al margen de los teoremas, de alguna manera amparados por el espejo lumínico de san Agustín, que propuso el matrimonio como remedio de la concupiscencia. El tema no deja de ser sugestivo, ya que permitió a teólogos, filósofos y doctrinarlos de la túnica practicar la elegancia social de la especulación, construir mundos canónicos y elevarse a unas alturas mentales de las que no entiendo cómo podían bajar a la hora de acoplarse en el lecho con la legítima esposa. A pesar de tanta tradición, Descartes se muestra muy reticente con respecto a la concupiscencia, hasta el punto de excluirla de su completísima tabla de pasiones del alma. Tal postura racionalista supuso un auténtico descrédito para nuestro dichoso apetito concupiscente, que no hizo sino ir perdiendo posiciones con el paso del tiempo. En la época actual, dominada por Freud, el sexo como liberación y otras hierbas medicinales, hay que reconocer que se encontraba en el más absoluto de los olvidos. Sobre su tumba crecían ya los matojos inservibles. Y de repente, en este otoño de 1980, la concupiscencia resucita gracias a un joven Papa que, al decir de los corresponsales de Prensa, está dando una gran importancia al problema del sexo, ya que en sus dos primeros años de pontificado, durante todas las audiencias, no ha hablado prácticamente de otra cosa. En el marco, pues, de esta inquietud, el Vaticano, obviando a san Agustín, a Descartes y a Freud, entre otros, se despacha con un discurso titulado Interpretación psicológica y teológica del concepto de concuviscencia. La palabra, así, resurge cual ave fénix. ¡Y con qué vuelo majestuoso, armónico, amenazante! Los que han hablado de revolución a este respecto no andan descaminados, pues la nueva teoría es de una importancia social acaso comparable a la de la relatividad. Sólo que aquí las cosas no son relativas, sino absolutas: «El adulterio del corazón el hombre lo puede cometer con su propia mujer si la trata sólo como objeto de satisfacción del instinto». Retumban las columnas de ciertos templos. Una primera observación, acaso incidental. Siempre que se habla de concupiscencia se está condenando al hombre. ¿Por ventura la esposa no podría cometer también este pecado? ¿La mujer no tendrá, digo, las mismas posibilidades de condenarse que el hombre? Alguien debería reivindicar este derecho). Pero vayamos al centro del problema. Hasta ahora, el hombre se casaba por razones diversas: porque la mujer tenía dinero, por librarse de la soledad, por encontrar una sirvienta a bajo precio, por amor hacia una mujer, por solucionar la acuciante llamada del sexo, etcétera. Durante siglos, el cristiano ha ido funcionando mal que bien en la cama, atraído por los encantos figurados o reales de su mujer, sin preguntarse excesivamente, cuando apagaba la luz y jugaba a médicos con ella, si la estaba amando espiritualmente o no. El caso es que ahora, cuando el cristiano se ve acosado por tantos agobios, como su puesto de trabajo en precario, la pérdida del poder adquisitivo de su salario, la letra vergonzante que acecha, la contaminación en el barrio, la inestabilidad de su equipo de fútbol, el descarrío del hijo mayor, etcétera, viene el Vaticano y le aprieta un agujero más al cinturón al decirle: «Ojo con tu ojo». Ya no le basta controlar el ojo cuando se le va en pos de la vecina del quinto. Ahora resulta que no debe mirar a su esposa con concupiscencia si esta mirada no va acompañada de amor espiritual. Lo cual plantea una serie de interrogantes, no sé si de orden teológico, cuya importancia no cabe ignorar. 1. Cuánto amor espiritual necesita el marido para poder amar sin concupiscencia a su mujer. 2. Cuando hace el amor con su esposa sin amor espiritual, cuánto grado de control debe tener sobre su deseo para que éste no sea concupiscente. 3. Si no amando espiritualmente a su esposa, y rechazando como buen fiel la concupiscencia, le sobreviene un gatillazo, ¿quién paga los platos rotos? 4. Si la esposa no es un objeto, como da a entender el precepto, y desea ser amada concupiscentemente, ¿quién será responsable de la frustración femenina ante la negativa marital? 5. Si por renuncia a la concupiscencia se renuncia también al acto amoroso y se producen frustraciones en cadena que provocan la ruptura de la pareja, ¿cuál de los dos cónyuges es culpable? 6. Si por seguir la continencia concupiscente se ven abocados al divorcio y el Vaticano les cierra asimismo esa puerta, ¿qué pueden hacer esto; infelices para librarse del pecado que tan insistentemente les cerca? 7. En conclusión: si no pueden hacer el amor, ni divorciarse, ni suicidarse -porque también es pecado-, ¿no deberían las ióvenes parejas meditar profundamente antes de acceder al sacramento matrimonial? Mucho me temo que los autores del revoluzionario invento concupiscente no han tenido en cuenta ninguno de estos supuestos, lo cual no deja de ser lamentable. Por otro lado, como han señalado los panegiristas de turno, el precepto vaticano es profundo y delicado. Dice que gracias a él «se coloca a la mujer en la plenitud de su dignidad, ya que una mujer deseada sólo fisiológicamente no sólo deja de ser esposa, sino que se convierte en una prostituta». ¡Caramba con los panegiristas, con qué crudeza hablan del sexo de los ángeles! Y a todo esto, ¿qué pasa con la mujer? Algo tendrá que decir cuando so bre ella se vuelcan miradas con cupiscentes de señores ajenos que además se permiten hasta llamarlas prostitutas. Puestas así las cosas, habría quizá una solución: que el hom bre deje de m.irar con concupiscencia a su esposa gracias a un antifaz y, para que el amor material funcione, sea la propia mujer la que mire al marido concupiscentemente. ¿Podría llegarse a una transacción de este tipo? Parece entonces que la clave está en el deseo desordenado. (¿Toda concupiscencia es desordenada o hay una que no lo es?) El deseo en sí no es malo, sólo resulta pecaminoso cuando se acepta con desarreglo. En cualquier caso, después de tanta matización, queda clara una cosa: usted puede desear a su mujer. con orden; es decir, su mirada no debe echar chiribitas sobre ciertas zonas erógenas de su esposa; las manos no se le han de convertir en tentáculos pulposos. Actúe simplemente con dos manos tranquilas y dos ojos serenos, sin regodeo. ¡Ah!, y la boca no debe babearle en esas íntimas tesituras. Siendo así, usted está dentro de un orden bendito.

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