sábado, octubre 30, 2010

Un recuerdo contra Mario Vargas Llosa. Matías Escalera Cordero

Un recuerdo contra Mario Vargas Llosa. Matías Escalera Cordero diagonal periódico. Sábado 9 de octubre de 2010. Número 134 Número 135

“… Creí que se habían olvidado de mí…” Con estas palabras, según los periódicos, recibió Mario Vargas Llosa la noticia del Nobel. Y, a medida que las veía repetidas en todos los medios, iba cayendo en la cuenta de que esas eran exactamente las palabras que mejor definían, en efecto, al tipo de escritor e intelectual que Mario Vargas Llosa es; al tiempo que me traían a la memoria, cual madalena proustiana, la causa, las circunstancias y los matices del desencuentro que tuve con él, hace ya algo más de veinte años, en uno de los círculos burgueses de la ciudad italiana de Trieste, a propósito del estreno de su obra Kathie y el hipopótamo, y tras una charla, cuyo título, pensado ahora, resulta más que significativo, "La mentira y su función en la vida y en la literatura"… Y es que, detrás de esas palabras, leídas una y otra vez, volvía a ver a ese escritor e intelectual maniobrero y vergonzante que vi entonces; aquel que abandonó, un día, el compromiso con la escritura y con el desentrañamiento de las auténticas tramas del mundo real, para irse por las ramas, y echarse en manos de la impostura y del lucro –esto es, de la industria literaria y de sus dueños–, y que demandaba –y exigía, desde hacía tiempo ya– el pago definitivo de su servicio, diferido tan incomprensiblemente, para él, y los suyos, en el tiempo. Que, al fin, ha llegado.

Fue en la primavera de 1988, cuando, en efecto, se me presentó la ocasión de encontrarme –e incluso la posibilidad cierta de compartir mesa y mantel– con el autor de Los cachorros, uno de los relatos que más había contribuido, durante mi adolescencia, a atizar esta pasión mía por la escritura; pero también –y al mismo tiempo– la ocasión de enfrentarme al político que acababa de fundar el Frente Democrático (FREDEMO), una amalgama conservadora y neoliberal –entre reaganiana y thatcheriana–, con la que se había enfrentado a Alán García, y con la que trataría de alcanzar, luego, la presidencia peruana, defendiendo un programa político y económico tan radicalmente antisocial, que, de puro rechazo, abriría las puertas, de par en par, a la victoria de un indeseable populista como fue Alberto Fujimori.

Había, pues, mucho de contradictorio y de paradójico en la emoción que me embargaba, mientras me dirigía en automóvil, desde Ljubljana, en cuya universidad trabajaba por esos días, hasta la cercana ciudad de Trieste, acompañado de algunas de mis colegas del Departamento de Lengua española y Literatura. No sabía a qué Vargas Llosa me encontraría, si al extraordinario escritor que tanto me había marcado, o al detestable político neoliberal que había traicionado y traicionaba, de modo tan flagrante, el sentido profundo de su propia escritura, tal como yo la había recibido y comprendido.

Aunque, debo reconocerlo, me sentía más predispuesto a entender y a comprender, que a reconvenir e increpar, a pesar incluso de que la sede inicialmente prevista para la conferencia había sido trasladada desde los locales de la Universidad triestina al de una sociedad cultural burguesa de la ciudad, por el miedo de los organizadores del acto a que le sucediese lo mismo que le había acontecido, unos días antes, en la Universidad de Bolonia, en la que, según me contaron, los profesores y los estudiantes de la misma le habían puesto en más de un brete y dificultad mayúscula con sus insistentes preguntas acerca de su compromiso político y de las nefastas consecuencias que su intervención había tenido finalmente para su país.

Sin embargo, para mi completa decepción y sorpresa, no me encontré con ninguno de los dos, sino con una lamentable especie de híbrido de los dos Vargas Llosa que se arrastró durante más de una hora, ante un auditorio compuesto por esas señoras de abrigo de visón y de collar de perlas, tan típicas de determinados actos de “alta cultura”, por una parte; y unos cuantos profesores –entre los que nos encontrábamos nosotros–, con algún estudiante de español, quizás, perdido entre tanto derroche de piel y de inteligencia, por otra; con un discurso manido y anticuado ya, a esas alturas, sobre el valor genésico de la mentira, sobre la autonomía del arte y de la literatura, y contra el compromiso en la escritura y en el ejercicio de la literatura, que encantó a las primeras, pero que dejó fríos y frustrados a la mayor parte de los segundos.

Mi rabia y frustración, sin embargo, no procedían tanto de lo afectado, de lo superficial y lo manoseado del discurso, sino de ver cómo un gigante de la auténtica literatura se convertía, se había convertido ya definitivamente, delante de mis ojos, en un remedo de sí mismo, en un penoso monstruo de la feria cultural, que trataba, mostrando sus llagas de puntual arrepentido, congraciarse con los amos del circo, pensando ya, estoy seguro, en lo que diría cuando recibiese el premio y la recompensa prometida.

¿Cómo podía pretender aquel hombre que optaba a la presidencia de su país, con el fin de implantar en él las recetas más lesivas y criminales del Fondo Monetario Internacional y de la inteligencia económica neoliberal, pretender que su escritura no estaba ya contaminada por el compromiso? ¿Cómo podía pretender aquel hombre una literatura y un arte desligados de cualquier compromiso con las tensiones y los conflictos que jalonan y constituyen el mundo real? Y esa fue, según recuerdo, mi pregunta…

Cuando se refería al compromiso desbaratador de la literatura y del arte puros –le pregunté–, se estaba refiriendo, por lo que podía deducir, sólo a un tipo de compromiso concreto, el que se dirige a la raíz de los procesos históricos y de los fenómenos, aquel que posibilita una literatura y una escritura críticas: vamos, un compromiso social “de izquierda”, ¿no era eso lo que había dicho? Ya que el compromiso con las élites y con el dinero o el lucro no contamina la literatura; ¿había entendido bien, o no, sus palabras? Más tarde, una vez finalizado el acto, ese fue también, más o menos, el contenido de la breve conversación que mantuve con él, a las puertas de la institución; que aquel Vargas Llosa que había escuchado hacía un rato, y el contenido de su discurso, eran las razones por las que su escritura había dejado de interesarme a partir de un cierto punto…

Cuestión y actitud, la mía, que juzgó literalmente “extremadamente prejuiciosa”. Huelga decir que finalmente no compartimos mesa y mantel. Recuerdo también el baboso servilismo de los que lo rodeaban, tan semejante al baboseo mediático de estos días. Sí, así mueren nuestros héroes, entre babas, pero resulta realmente impresionante y doloroso verlos caer delante de ti. A veces, no obstante, percibo destellos del escritor que una vez fue, en su escritura reciente, y me inclino a recuperar entonces la memoria de aquel emocionante y cortante relato que marcó mi actitud frente a la escritura; y me olvido, por un instante, del fantoche que vi en Trieste, o de este patético ser que dice “… Creí que se habían olvidado de mí…”.

Y, mientras redacto esta breve memoria de aquel momento de hace más de veinte años, Oliver Stone, de visita en Madrid, para promocionar su última película, e interlocutor alejado de la general pleitesía hispano/mediática en torno al Nobel, en una entrevista radiofónica, aun reconociendo que es cierto que sólo ha leído en inglés la obra del autor peruano, y que “a lo mejor, quizás por ello, se ha perdido algo”, esboza de él un retrato que representa a la perfección aquella impresión que tuve y que mantengo aún de aquella tarde en Trieste. “… Conocí a Mario, y lo veo torcido, reprimido, conservador y con la mentalidad de las jerarquías que impiden los cambios necesarios en Sudamérica…”, afirma contundente, Stone. “… Pero eso no impide que escriba bien…”, protesta la locutora, con ese tono de rancio y dulzón liberalismo bien pensante, tan sabihondo y tan encantado de conocerse a sí mismo, marca de la casa (de la Ser y del grupo Prisa, en general), que odio hasta el extremo. “… Eso es verdad, pero Vargas Llosa ha construido un lobby, porque es un político, y ha estado planeándolo durante mucho tiempo, no entiendo que no se lo hayan dado a Carlos Fuentes…”, le responde el director norteamericano. Sobran los comentarios. Y compruebo que no son sólo mis prejuicios los que escriben.

No es nada personal. Segundo recuerdo contra Mario Vargas Llosa Matías Escalera Cordero Viernes 29 de octubre de 2010. Número 136

Debido al eco obtenido por el primer artículo, titulado Un recuerdo contra Mario Vargas Llosa, publicado en DIAGONAL, y por alguno de los comentarios que ha suscitado, creo conveniente aclarar y ampliar varios de los considerandos esgrimidos en él; empezando por lo evidente, no es la persona lo que me interesa. Muy pocas veces –creo que nunca por escrito, hasta la fecha–, he juzgado el carácter de nadie; es al hombre público –a sus conductas públicas y estrictamente políticas–, y al escritor, esto es, a su obra escrita, a los que me enfrento públicamente. De hecho, Mario Vargas Llosa es una persona, por lo general, fina y educada –sea lo que sea lo que entendamos por ambos vocablos, y descartado el contenido de clase que conllevan–; lo era incluso cuando daba, impecablemente trajeado, sus mítines a los menesterosos campesinos de las aldeas peruanas, durante las campañas electorales –según cuentan aquellos que los presenciaron–; de hecho, el que quisiese hablar conmigo, un joven profesor, por aquel entonces –que no era nadie y al que no conocía de nada–, de un modo tan franco y abierto, es de resaltar y agradecer.

No era, pues, la persona, sino sus actos y su obra pública y publicada, el objeto del anterior artículo, como lo es el de éste. No se trata tampoco de una cuestión moral: en absoluto. Se trata de dilucidar qué es lo que ha echado a perder una escritura como aquella de sus primeros libros; por más “destellos geniales” que pueda haber en lo que escribe y ha escrito después de Conversación en La Catedral. Nadie puede perder, aunque se lo proponga, todas sus virtudes; pero la fuerza y el sentido que el compromiso con la realidad y la propia escritura da a una obra literaria, esa se perdió irremediablemente.

En algunos artículos y escritos que he leído en estas semanas, se hacen valoraciones de la trayectoria y de la curva que describe la obra de Vargas Llosa que coinciden aparentemente con lo dicho hasta ahora: cómo hay un momento en que su obra pierde, en efecto, interés y fuelle; pero el punto de partida de la mayoría de esos trabajos es otro y las causas establecidas, distintas; y es que, por lo general, no se precisan ni el alcance ni el significado de los términos que se utilizan, como, por ejemplo, el significado –entre nebuloso y tópico– de la palabra compromiso; o la inútil pretensión de rehuir el “debate ideológico” en el análisis crítico de una obra literaria; cuando es precisamente la ideología, o más propiamente la posición subjetiva desde la que se realiza el acto de escribir, lo que explica precisamente algunas de las decisiones técnicas y estilísticas más importantes en la obra de un autor; como es el cambio de estatus en el narrador que se detecta en las novelas de Vargas Llosa, y que, a grandes rasgos, iría de un narrador predominantemente dialógico y dialéctico, en sus primeras obras –las más recordadas y alabadas–, a otro de tipo unívoco y autoritario, que viene a coincidir –y no casualmente– con el giro copernicano que tiene lugar en el objetivo mismo de su escritura: que, resumiendo, iría desde el intento de determinar las claves de la realidad material, social, política e histórica, a partir de los conflictos e historias individuales, al principio; hasta la reducción de la realidad material, social, política e histórica a meros conflictos e historias individuales.

Y he aquí lo verdaderamente significativo, que este giro, este proceso de deshistorización de la escritura; esta reducción de lo material e histórico a lo puramente individual, se da invariablemente en todos aquellos novelistas y escritores que se deciden por la mera búsqueda del éxito en su “carrera literaria”, así como del reconocimiento y del lucro consiguientes –objetivo por lo común más acorde, es cierto, con sus orígenes de clase–, y que necesitan, por ello, acomodarse a las leyes del mercado. Véase, si no, el caso paradigmático –pero no único–, en la reciente novela española, de un Javier Cercas, y su lógico y candoroso panegírico al maestro menospreciado –¡por la izquierda!–, en el diario El País del pasado 17 de octubre.

Las posiciones subjetivas respecto de la realidad, igual que las coberturas ideológicas con que se justifican, condicionan irremediablemente la escritura; el compromiso, entendido este como la sujeción –racionalizada, o no– a los intereses materiales de una clase o de un grupo social (a cualquiera de las que o los que compiten de modo efectivo en la realidad material e histórica), o a sus mundos simbólicos –esto es importante–, no sólo es inevitable, sino que explica las decisiones escriturales –literarias, en este caso– que tomó Vargas Llosa en su momento; o las que hemos tomado, o tomamos, todos cuantos competimos en el dominio específico de lo literario y lo escritural. Y quien no quiera verlo es que está ciego, o se hace el ciego.

Más allá de la anécdota y del desencuentro personal, esa patética necesidad de premios y de reconocimiento, de la que hablábamos en el primer artículo, como esa “prosa exquisita”, tan universalmente alabada; o esa “mirada entomológica y omnisciente del autor que, amparado en una ética humanista de clase, y, por tanto, de distinción, contempla de forma condescendiente el pecado de ser humano atado al brutal hecho de existir y reproducirse, tal y como hacen las clases subalternas”, de la que habla un querido compañero mío en las tareas de Tierradenadie Ediciones, Mario Domínguez; tan propia de ese segundo Vargas Llosa que denunciamos, y tan cercana en muchos aspectos a la mirada dominante en cierta novela fascista de nuestra posguerra, especialmente en “aquellas obras que exponían justamente la brutalidad del momento, como La colmena, de Cela”, según me señala también mi compañero Mario Domínguez; esa mirada distanciada y entomológica, tan distinta de aquella primera mirada tan cercana y explicativa que descubrí, siendo joven, en Los cachorros o en La ciudad y los perros, no es más que la ideología hecha literatura, mírese por donde se mire.

En tal sentido habría que considerar también, como síntomas incontestables de ese giro copernicano, tanto su elogio de la mentira, del que hablamos en el primer artículo; como ese característico abuso de la “imaginación creativa” en la manipulación y en la efectiva deshistorización de los hechos narrados, tan ejemplarmente llevada a cabo, con respecto al protagonista y a la obra de referencia, Os sertoes, en La guerra del fin del mundo; o, de otro modo, en La fiesta del chivo, en la que el papel jugado por los Estados Unidos queda efectivamente ausente.

En La guerra del fin del mundo, que trata del levantamiento realista de los campesinos liderados por Antonio Conselheiro, ¿por qué ese tratamiento degradado del personaje del intelectual Euclides da Cunha?, se pregunta Walnice Nogueira Galvan, especialista en la obra de Euclides da Cunha; para la que resulta tal degradación tan incomprensible como intencionada; en una novela, por lo demás, que, en palabras de la profesora brasileña, se toma “una obra de arte, Os sertoes, un monumento, y algo complejísimo, y se transforma en un simple best-seller, quitándole toda la complejidad, transformándola en algo banal…”

Margaret Thatcher, el líder político en el que Mario Vargas Llosa se miró durante años, nos da una de las claves del asunto con una de las sentencias que mejor ha expresado y resumido lo que es el neoliberalismo: “la sociedad no existe, sólo existe el individuo”. ¿Ha quedado claro? Si no es así, veamos lo que Belén Gopegui escribió acerca de La fiesta del chivo en su extraordinario artículo "Literatura y política bajo el capitalismo", en 2005: “… en estos momentos el capitalismo no necesita tanto explicitar sus demandas pero, si lo necesitara, habría formulado el encargo más o menos así: Conviene que quien en su día defendió la literatura como una forma de insurrección permanente, y hoy está claramente al servicio del llamado neoliberalismo, escriba una novela sobre una dictadura latinoamericana. Conviene que se trate de una dictadura antigua, sobre la que ya se hayan cerrado teóricamente las heridas. Conviene distanciar esa dictadura de los Estados Unidos lo más posible aunque sin incurrir en mentiras gruesas puesto que hay hechos que ya son de dominio público…/… convirtiendo cualquier acto de resistencia en fruto de la inquina o la venganza personal. Se le sugiere, puesto que al fin y al cabo no le llevará mucho trabajo, haga de un personaje cercano a Trujillo un simpatizante de Fidel Castro. Alguien particularmente abyecto, por ejemplo el jefe de la policía política, el máximo torturador. Si la verdad histórica dice que ese hombre formó parte de una operación encubierta de la CIA contra Fidel Castro no la mencione, en este caso no es demasiado conocida.” ¿Lo está ya?

Veamos, no obstante, otras expresiones sintomáticas del mismo proceso, esta vez, en la faceta de crítico, de lector de lectores, con esa interpretación puramente escapista que hace nuestro autor de la obra y de la figura de Juan Carlos Onetti; excelente paradigma, donde los haya, y ejemplo último de los límites y de las servidumbres a los que se ve sometido un escritor e intelectual que renuncia al compromiso con la realidad y con su propia escritura, a cambio de una “carrera literaria” llena de éxito y de premios. Del título del libro, El viaje a la ficción (2008), en el que se toma y utiliza como mera coartada a Onetti, Vargas Llosa ha dicho lo siguiente: “la respuesta a la derrota cotidiana es la imaginación: huir hacia un mundo de fantasía. Es decir, aquella operación de donde nació la literatura, por la que existe la literatura y por eso el título del libro”. ¿De veras es la fantasía y la imaginación la única respuesta a las derrotas? ¿Y la inteligencia racional, o el análisis crítico de las causas, o la ironía movilizadora, o la acción? Sí, qué pasa con la acción liberadora, ¿la descartamos? Descartémosla, nos despeinaremos y perderemos la compostura, o el nudo de la corbata, o la “prosa exquisita”, o los premios, o el reconocimiento. La ironía, qué pasa con la ironía.

Nos dejamos en el tintero otros muchos aspectos indeseables del escritor que ha llegado a ser y del hombre público Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura, autor respetado y reconocido, político, ideólogo y articulista; como su vergonzosa posición respecto de la guerra de Iraq, y la posterior explotación periodística y mediática que hizo de la misma, mediante sus bien pagadas crónicas, auténticos “trofeos de guerra”; para eso les dejo y les recomiendo la lectura del capítulo correspondiente del libro de Santiago Alba Rico, Crímenes de guerra (Madrid, 2003).

“Cartografía de las estructuras de poder…” e “imágenes vigorosas sobre la resistencia individual frente al poder”. Son los argumentos de la Academia sueca, pero ¿realmente sucede así? ¿Es el individuo la medida de la Historia? ¿Hacemos solos, por nuestra cuenta, aislados de los demás, la realidad? ¿Los modos de producción capitalista nos oprimen a nosotros solos? ¿Nos liberaremos de ellos solos? ¿Tenía razón Margaret Thatcher? ¿Tiene razón el Tea Party? O será la imaginación y la fantasía las que nos salven.

No hay comentarios:

.

Archivo del blog

.