miércoles, octubre 13, 2010

¿CÓMO DE BUENO ES LO ORGÁNICO? DE VERDAD...

¿CÓMO DE BUENO ES LO ORGÁNICO? DE VERDAD...
Son caros y hay que esforzarse para encontrarlos, pero todo el mundo insiste en que deben comerse. La pregunta del millón es: ¿merece la pena pagar más por los alimentos `bio´? ¿Son realmente mucho más saludables? ¿En todos los casos? Se lo contamos.
Lo ideal –nos machacan una y otra vez desde hace años– es comer productos orgánicos, sustituir los alimentos procesados por los frescos y el supermercado por el mercadillo agrícola, donde los campesinos nos venden sin intermediarios. Ya, pero, con lo que ha llovido ya, los alimentos orgánicos aún representan sólo el 3 por ciento del mercado estadounidense y entre el 1 y el 7 en los países europeos. ¿Un síntoma de algo? ¿De qué? A la vez, casi `contradictoriamente´, es un mercado que no para de crecer –a su ritmo, claro– incluso en los países en desarrollo. Y a veces mucho: un 200 por ciento en los dos últimos años en la India.
Ahora bien, con los orgánicos todo parece muy bonito… menos el precio. Y es que las frutas, las verduras, la leche y las carnes de procedencia orgánica suelen ser más caras, sí (a veces, mucho más caras), que las de origen industrial. Y si bien la ternera alimentada con pastos es más baja en grasas y la leche sin químicos, más sana, tampoco está tan claro que las frutas y verduras orgánicas tengan tantas ventajas nutritivas como para que la brecha entre el precio final en la góndola de unos productos y otros sea, a veces, tan amplia. A este respecto, un estudio del American Journal of Clinical Nutrition desató en 2009 la polémica. Los autores no encontraron casi diferencias entre los productos orgánicos y los convencionales en lo que a nutrientes y vitaminas toca, excepto en tres de ellos... Con el añadido incluso de que los productos convencionales superaban a los orgánicos en uno de estos referentes.
«Hemos establecido unas muy marcadas líneas divisorias entre los alimentos orgánicos y los que no lo son –dice un responsable del estudio–, pero la ciencia indica que tales líneas no son nítidas: se entrecruzan una y otra vez. No nos extraña por eso que tanto los defensores como los críticos de lo bio escojan datos aislados y descontextualizados para argumentar sus posturas respectivas.»
Con todo, los productos orgánicos tienen incuestionables valores sobre los industriales. Es un hecho que la dieta `habitual´ mata a millones de personas y que está acabando con el planeta. Los alimentos procesados están saturados de sal y de sirope de maíz rico en fructosa, dos sabores a los que no podemos resistirnos, pero que nos están condenando a la obesidad y a otros problemas de salud derivados de su ingesta.
A las vacas criadas en un entorno industrial se las atiborra a su vez de antibióticos y hormonas del crecimiento que luego dejan residuos químicos en la carne y la leche. Un estudio conjunto de varias universidades reveló que las niñas estadounidenses llegan hoy a la pubertad el doble de rápido que a finales de los 90, en algunos casos con sólo siete años, resultado quizá de la epidemia de obesidad, sí, pero también de las hormonas presentes en su entorno; sobre todo, en la comida.
La carne es el producto más polémico. Una gran mayoría de los habitantes de los países desarrollados son carnívoros declarados: Estados Unidos produce 36.000 millones de kilos de carne al año –cifra asombrosa para un país de su tamaño–; la Unión Europea, un porcentaje similar, y Asia, 103.000 millones de kilos. Es sabido que los animales suelen ser criados en unas condiciones lamentables, apretujados en granjas industriales y atiborrados con piensos hipercalóricos que los engordan rápido para sacrificarlos pronto. Ante esto, un elemento de altruismo interfiere en el debate. Así, en 1999, la UE decidió eliminar la práctica del enjaulamiento de gallinas en naves masivas antes de 2012. Y es que un trato más considerado tiene también sus ventajas materiales. Las reses alimentadas con pastos muestran mayores porcentajes de omega 3 y omega 6, nutrientes reductores del riesgo de cáncer, dolencias cardiacas y artritis y beneficiosos para la función cognitiva. Basta con alejarlas del pasto y atiborrarlas de forrajes derivados del maíz para que el porcentaje de estos nutrientes caiga en picado.
Los cerdos y los pollos presentan menos problemas, por lo menos en cuanto a los compuestos químicos: la legislación prohíbe muchas veces el uso de hormonas del crecimiento en uno y otro caso. Pero los antibióticos siguen siendo dispensados a mansalva, lo que genera otros peligros. Un ejemplo: el Staphylococcus aureus, un patógeno frecuentemente mortal y asociado a las infecciones hospitalarias, es cada vez más corriente entre los criadores de porcino, infectados por sus propios animales.
CONSUMO
Al margen de la abstinencia, no existen soluciones fáciles para el problema, ya que si todos nos pasáramos de golpe a la carne orgánica, la demanda sería mayor que los productos que habría en el mercado para poder cubrirla: sólo el 3 por ciento de las reses vacunas son criadas de forma orgánica en Estados Unidos, y el índice apenas llega al 0,02 por ciento en los cerdos y al 1,5 en las aves de corral. Al dispararse la actual demanda, los precios subirían a su vez hasta las nubes.
Una alternativa: consumir más pescado, un hábito saludable, pues tiene menos grasas y calorías y mayor índice de omega 3. La dieta japonesa, rica en pescado y marisco, ha sido repetidamente asociada a menores dolencias cardiacas, menores índices de cáncer de mama y una mayor esperanza de vida. Pero en un momento en que las reservas piscícolas en todo el mundo van a menos por causa de un consumo excesivo, esta solución está empezando a dejar de serlo.
Una medida parcial –pero muy efectiva– consistiría en la disminución de nuestro consumo de carne. Hay multitud de productos que ofrecen las proteínas necesarias para compensar dicho recorte: los huevos, la soja, el queso, los frutos secos, los granos, las legumbres y las verduras.
Cuando la proteína animal –orgánica o no– se convierte en elemento secundario de nuestra dieta, las frutas, las verduras y los granos pasan al primer plano, algo en principio deseable, aunque aquí todo se complica también. El ideal del retorno a una agricultura sin químicos resulta complejo en un mundo con casi siete mil millones de bocas que alimentar. A Norman Burlaug, padre de la `revolución verde´ que casi duplicó las cosechas de trigo en Pakistán y la India en los años 60 gracias a las especies perfeccionadas y los fertilizantes, se le atribuye haber librado de la muerte a mil millones de personas. Aun con todas las reservas que se tengan a la agricultura industrial, ésta, es un hecho, produce hasta dos veces más alimentos por hectárea cultivada que la orgánica. E incluso así la producción actual resultaría insuficiente para nutrir a la población mundial de 9.000 millones de personas que se prevén para 2050. «Sólo el 5 por ciento de la superficie arable del planeta no es utilizada –recuerda James McWilliams, historiador del medio ambiente–, y deberemos aumentar la producción alimentaria entre el 50 y el 100 por ciento.» Y, si para ello debiéramos emplear pesticidas, fertilizantes y hasta ingeniería genética, ¿nos quedaría más remedio?
En Estados Unidos y Europa, la escasez de alimentos no es aún un problema, pero los residuos de pesticidas en las frutas y verduras preocupan a muchos. El problema a veces se resuelve limpiando bien el producto, o pelándolo, y la compra de alimentos orgánicos eliminaría, a priori, todo riesgo... Pero no. Al `peligro´ de que la vecindad entre granjas orgánicas e industriales `contamine´ las cosechas sin químicos, se suma el inconveniente de que los propios propietarios de las granjas bio usen también pesticidas. El organismo regulador estadounidense ha hecho un listado de 195 biopesticidas –compuestos de origen animal, vegetal o mineral que son tóxicos para varias especies– empleados en 780 productos comerciales. Casi todos coinciden en que los biopesticidas son menos peligrosos que los comerciales, pero menos no significa `inocuos´.
Con todo, los fertilizantes orgánicos son bastante menos problemáticos, ya que, en su mayoría, están formados por estiércol complementado con otras sustancias relativamente benignas: turba, algas marinas, salitre y compost. Pero, claro, otra vez el precio. Los fertilizantes orgánicos pueden salir carísimos, ya que hay que usarlos en grandes cantidades para que den el mismo resultado que los sintéticos. Y eso, qué duda cabe, incrementa también, no poco, el precio final. Luego, poder o no pagarlo es la primera cuestión que resolver. Y si se puede, cada cual juzgará qué quiere.
Juan Carregal

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