domingo, agosto 01, 2010

Saramago, el buen samaritano. Juan José Tamayo

«Vana es la palabra del filósofo que no sea capaz de aliviar el sufrimiento humano», dijo Epicuro. En el caso del Nobel portugués, sus textos no fueron vanos porque estuvieron cargados de solidaridad 22.06.10 - 03:17 - JUAN JOSÉ TAMAYO | DIRECTOR DE LA CÁTEDRA DE TEOLOGÍA Y CIENCIAS DE LAS RELIGIONES DE LA UNIVERSIDAD CARLOS III
Juan José Tamayo es autor de 'Para comprender la crisis de Dios hoy' (Verbo Divino, Estella, Navarra, 2008).
Tras recibir la noticia del fallecimiento de mi entrañable amigo José Saramago, me vino a la mente espontánea y compulsivamente la parábola de 'El buen samaritano', que narra el evangelio de Lucas de esta guisa: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y lo asaltaron unos bandidos; lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto. Coincidió que bajaba un sacerdote por aquel camino; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Lo mismo hizo un clérigo que llegó a aquel sitio; al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó a donde estaba el hombre y, al verlo, se conmovió, se acercó a él y le vendó las heridas, echándoles aceite y vino. Luego lo montó en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios de plata y, dándoselos al posadero, le dijo: 'Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta'. '¿Qué te parece? ¿Cuál de éstos se hizo prójimo del que cayó en manos de los bandidos?', preguntó Jesús. El jurista que le había hecho la pregunta contestó: 'El que tuvo compasión de él.' Jesús le dijo: 'Pues anda, haz tú lo mismo'».
Esta parábola es, sin duda, una de las más severas críticas contra la religión oficial, leguleya e insensible al sufrimiento humano; una de las denuncias más radicales contra la casta sacerdotal y clerical, adicta al culto y ajena al grito de las víctimas, y uno de los más bellos cantos a la ética de la solidaridad, de la compasión, de la projimidad, de la alteridad, de la fraternidad-sororidad. Una ética laica, en fin, no mediada por motivación religiosa alguna. El sacerdote y el clérigo, funcionarios de Dios, pasan de largo; peor aún, dan un rodeo para no auxiliar a la persona malherida. El samaritano, considerado un hereje para los judíos, aparece, a los ojos de Jesús y del propio jurista, como ejemplo a imitar por haber tenido entrañas de misericordia. Por su comportamiento humanitario, el hereje se convierte en sacramento del prójimo; por su actitud inmisericorde, el sacerdote y el levita devienen anti-sacramento de Dios. Es la religión del revés o, si se prefiere, la verdadera religión, la que consiste en defender los derechos de las víctimas y en caminar por la senda de la justicia. Así entendieron la religión los profetas de Israel, los fundadores y reformadores de las religiones.
Saramago siempre se declaró ateo, y desde su ateísmo fue un crítico impenitente de las religiones, de sus atropellos, de sus engaños, sobre todo de las guerras y cruzadas convocadas, legitimadas y santificadas por ellas en nombre de Dios: «Una de ellas (de las muertes) -afirma-, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón es aquélla que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones manda matar en nombre de Dios (.). Ya se ha dicho que las religiones, todas ellas, sin excepción (.) han sido y siguen siendo causa de sufrimientos inenarrables, de matanzas, de monstruosas violencias físicas y espirituales que constituyen uno de los más tenebrosos capítulos de la miserable historia humana». Con la historia en la mano, ¿quién va a negar tamaña verdad?.
Pero la crítica va más allá, y llega al corazón mismo de las religiones, a Dios, en cuyo nombre, sostiene, «se ha permitido y justificado todo, principalmente lo peor, lo más horrendo y cruel». Y pone como ejemplo la Inquisición, a la que compara con los talibanes de hoy, califica de «organización terrorista» y acusa de interpretar perversamente sus propios textos sagrados en los que decía creer, hasta hacer un monstruoso matrimonio entre la religión y el Estado «contra la libertad de conciencia y el derecho a decir no, el derecho a la herejía, el derecho a escoger otra cosa, que sólo eso es lo que la palabra herejía significa». Esta denuncia de Dios se sitúa dentro de las más importantes e incisivas críticas de la religión de anteayer, como la de Epicuro y Demócrito, la de Jesús de Nazaret y el cristianismo primitivo; de ayer, como la de los maestros de la sospecha, y de hoy, como la de los científicos.
Pero, aun cuando piensa que los dioses sólo existen en el cerebro humano, al premio Nobel portugués le preocupan los efectos de «el factor Dios», que está presente en la vida como si fuese dueño y señor de ella, se exhibe en los billetes del dólar, ha intoxicado el pensamiento y abierto las puertas a las más sórdidas intolerancias. 'Factor Dios' en el que se convirtió el Dios islámico en los atentados contra las Torres Gemelas
Y junto a la crítica de la religión, de Dios y del 'factor Dios', cabe destacar su sentido solidario de la vida. Desde la filantropía y sin apoyatura religiosa alguna, Saramago fue el defensor de las causas perdidas, algunas de las cuales se ganaron gracias a su apoyo. Cito sólo tres, de entre las más recientes y emblemáticas. La primera fue la solidaridad con el pueblo palestino ante la masacre de que fue objeto entre diciembre de 2008 y enero de 2009 por parte del Ejército israelí, que causó 1.400 muertos y que el Nobel portugués calificó de genocidio. La segunda, el apoyo y acompañamiento a la dirigente saharaui Aminatu Haidar durante su huelga de hambre en el aeropuerto de Lanzarote. La tercera, haber destinado los derechos de autor de su última novela a los damnificados del terremoto de Haití.
Mientras releo 'Caín', me vienen a la memoria las palabras de Epicuro: «Vana es la palabra del filósofo que no sea capaz de aliviar el sufrimiento humano». En el caso de Saramago, sus palabras y sus textos no fueron vanos. Estuvieron cargados de solidaridad y de compromiso con las personas más vulnerables. Por eso me atrevo a llamarle respetuosamente 'buen samaritano'.

En lucha titánica con Dios JUAN JOSÉ TAMAYO ELPAIS.com - Cultura - 18-06-2010
"Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio". Esta definición de Saramago es la más bella que nunca haya leído o escuchado. Merecería aparecer entre las veinticuatro definiciones -con ella, veinticinco- de otros tantos sabios reunidos en un Simposio que recoge el Libro de los 24 filósofos (Siruela, Madrid, 2000), cuyo contenido fue objeto de un amplio debate entre filósofos y teólogos durante la Edad Media. Para un teólogo dogmático, definir a Dios como silencio del universo quizá sea decir poco. Para un teólogo heterodoxo como yo, seguidor de las místicas y los místicos judíos, cristianos, musulmanes y laicos, es más que suficiente. Decir más sería una falta de respeto para con Dios, se crea o no en su existencia. "Si comprendes -decía Agustín de Hipona- no es Dios".
Saramago compartió con Nietzsche la parábola de Zaratustra y el apólogo del Loco sobre la muerte de Dios y quizá pudiera poner su rúbrica bajo dos de las afirmaciones nietzschianas más provocativas: "Dios es nuestra más larga mentira" y "mejor ningún dios, mejor construirse cada uno su destino". Quizá coincida también con Ernst Bloch en que "lo mejor de la religión es que crea herejes" y en que "sólo un buen ateo puede ser un bueno cristiano, sólo un cristiano puede ser un buen ateo". Su vida y su obra fueron una lucha titánica con Dios a brazo partido que terminó en tablas, sin vencedor ni vencido.
En su novela Caín recrea la imagen violenta y sanguinaria del Dios de la Biblia judía, "uno de los libros más llenos de sangre de la literatura mundial", al decir de Norbert Lohfink, uno de los más prestigiosos biblistas del siglo XX. Imagen que continúa en algunos textos de la Biblia cristiana, donde se presenta a Cristo como víctima propiciatoria para reconciliar a la humanidad con Dios y que vuelve a repetirse en el teólogo medieval Anselmo de Canterbury, quien presenta a Dios como dueño de vidas y haciendas y como un señor feudal, que trata a sus adoradores como si de siervos de la gleba se tratara y exige el sacrificio de su hijo más querido, Jesucristo, para reparar la ofensa infinita que la humanidad ha cometido contra Dios.
El Dios asesino de la última novela de Saramago sigue presente en no pocos de los rituales bélicos de nuestro tiempo: en los atentados terroristas cometidos por supuestos creyentes musulmanes que en nombre de Dios practican la guerra santa contra los infieles y en la respuesta a dichos atentados por parte de dirigentes políticos cristianos que apelan a Dios para justificar la el derramamiento de sangre de inocentes en operaciones que llevan el nombre de Justicia Infinita o Libertad Duradera.
Tras estas operaciones, Saramago no podía menos que estar de acuerdo con el testimonio del filósofo judío Martin Buber: "Dios es la palabra más vilipendiada de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan mancillada, tan mutilada... Las generaciones humanas han hecho rodar sobre esta palabra el peso de su vida angustiada, y la han oprimido contra el suelo. Yace en el polvo y sostiene el peso de todas ellas. Las generaciones humanas, con sus partidismos religiosos, han desgarrado esta palabra. Han matado y se han dejado matar por ella. Esta palabra lleva sus huellas dactilares y su sangre... Los hombres dibujan un monigote y escriben debajo la palabra 'Dios'. Se asesinan unos a otros, y dicen: 'Lo hacemos en nombre de Dios'... Debemos respetar a los que prohíben esta palabra, porque se rebelan contra la injusticia y los excesos que con tanta facilidad se cometen con una supuesta autorización de 'Dios'". Yo también pongo mi rúbrica bajo esta afirmación de Buber.
La lucha contra los fundamentalismos, los religiosos y los políticos, es el mejor antídoto contra el Dios violento y contra la violencia en nombre de Dios. En esa lucha no violenta estuvo comprometido Saramago de pensamiento, palabra y obra. Su vida fue todo un ejemplo de ética solidaria. Bien merece nuestro reconocimiento. ¡Gracias, José Saramago!

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