jueves, agosto 19, 2010

Dios no es bueno. God is not great. How religion poisons everything Oh Dios Isabel Coixet

Pero ahora la palma se la lleva el bestsellérico God is not great, de Christopher Hitchens, que aparecerá en marzo en Debate con el título (cuestionable) de Dios no es bueno; el New York Times Book Review ha publicado anuncios de media página del libro recomendándolo ¡para las Navidades! como "el regalo perfecto para el creyente o el no creyente de su familia".

El gran provocador JOSÉ ANDRÉS ROJO BABELIA - 29-03-2008
Christopher Hitchens realiza en
Dios no es bueno una radical crítica a todas las religiones. "Son una promesa vacía de los totalitarismos", sostiene el ácido y polémico escritor

El último número de Vanity Fair dedica su tema de portada a responder una pregunta: "¿Quién dice que las mujeres no son divertidas?". El que lo sugiere es Christopher Hitchens (Portsmouth, Inglaterra, 1949), una de las firmas de referencia de la revista y que pasa por ser uno de los más ácidos polemistas del momento. Allí donde puede haber gresca, allí está Hitchens disparando sus venenosos dardos con una prosa cargada con la dinamita de su sentido del humor.
Ahora se traduce en España su último libro, Dios no es bueno (Debate), donde exhibe sus municiones más letales para arremeter contra todo tipo de religión. Habrá quien pueda cuestionar la hondura de sus reflexiones, pero lo que nadie puede discutir es su destreza para hincar su rabiosa dentadura en una de las cuestiones actualmente más polémicas. El libro está dedicado a Ian McEwan. Hitchens lo explica: "Porque es una persona espiritual. Lo ha demostrado en sus libros y en su vida: que se puede ser espiritual sin ser religioso. Yo no soy así. Todos esos rollos no existen para mí. Cualquier religión se ofrece como una solución idiota que promete arreglarlo todo. Es la promesa vacía de los totalitarismos".
La cita tuvo lugar en febrero, durante un viaje que el escritor y periodista hizo a Ámsterdam para presentar su libro. Allí, en un restaurante italiano a la vera de un canal, Hitchens habló: "Es posible que haya personas que no busquen respuestas en la religión sino sólo consuelo. Lo que ocurre, sin embargo, es que las religiones se ocupan de que esas personas acepten una serie de explicaciones, que son pura ficción, invenciones, mitos, leyendas. Y no hay consuelo posible si uno se enfrenta a los argumentos que las religiones proponen para explicar la creación o la resurrección y otras cuestiones".
El caso de Hitchens es muy ilustrativo de la deriva que han seguido muchos intelectuales de su generación. En 2001 publicó Juicio a Kissinger (Anagrama), donde confesaba haber abordado sólo las infracciones del político "que podrían o deberían constituir la base de una acusación penal: por crímenes de guerra, por crímenes contra la humanidad y por delitos contra el derecho consuetudinario o internacional, entre ellos el de conspiración por cometer asesinato, secuestro y tortura". Y cargaba a fondo contra el ex secretario de Estado y consejero de Seguridad Nacional de Estados Unidos sacando a la luz todas sus sucias maniobras en Indochina, Bangladesh, Chile o Timor Oriental, entre otros lugares. Ya por entonces, sin embargo, ese airado discurso tan propio de un tipo de izquierdas iba resquebrajándose. A Hitchens le irritó, y dolió, profundamente la blandenguería con que la izquierda reaccionó a propósito de la fetua que Jomeini dictó contra Salman Rushdie en 1989. Los atentados del 11-S terminaron de cambiar sus simpatías. El furibundo trotskista fue convirtiéndose en un furibundo neoconservador, y el caballero que se había manifestado contra la guerra del Golfo celebró la guerra de Irak, y la defendió, como es su estilo, con uñas y dientes.
"Explicar este cambio es muy sencillo", dice Hitchens. "Cuando Kissinger hacía sus sucias maniobras en Chile, lo que pretendía era derrocar a un régimen que había sido elegido democráticamente, y lo que terminó provocando fue la llegada de un dictador al poder, Pinochet. Lo que existía, en cambio, en Irak era un dictador, Sadam Husein, y la guerra se hizo para acabar con un sistema de dominación que tenía masacrados a los ciudadanos de aquel país. Ahora ya se han celebrado dos elecciones y vamos a por las terceras. No soy el que tiene que defender su posición sino quienes me critican. Los que no movieron un dedo para acabar con un tirano".
Es inevitable que el rumor de fondo de las iniciativas que ha tomado el Gobierno de Bush resuenen en Dios no es bueno, pero lo cierto es que en el libro no abundan ni reproches ni apoyos explícitos a iniciativas concretas. Sí hay una posición inequívoca de largo alcance, un diagnóstico sobre el conflicto más grave, una concepción radical de lo que está en juego. Y para Hitchens la gran batalla que se libra hoy en el mundo es la que enfrenta al laicismo contra los fanatismos religiosos. Ahí en Ámsterdam lo formulaba con estas palabras: "En esa guerra, yo siempre estaré del lado de la peor versión de la democracia estadounidense frente a la mejor de las concreciones de una teocracia fundamentalista". Hitchens se nacionalizó estadounidense el año pasado: "Quería formar parte de un país y poder pronunciarme como uno más y no como un extranjero".
¿Es entonces la democracia la mejor manera de combatir el auge de los fanatismos religiosos? "Me gustaría que lo fuera, pero no sé si la democracia puede ser tan eficaz. La mejor manera de librar ese combate es defendiendo el laicismo, la secularización. Eso es lo mínimo. El problema de las democracias es que se ven a menudo obligadas a hacer compromisos. Los Gobiernos están en el poder durante un tiempo limitado y cuando surgen los roces con una comunidad religiosa aceptan sobre la marcha que en los colegios se separen a los chicos de las chicas o que los obliguen a bañarse en piscinas diferentes. Pero no crea que se van a conformar con eso. La cuestión es qué tipo de compromisos puede establecer una democracia capitalista con las exigencias de las religiones. Es muy fácil decir que la democracia es la salida. Pero no. La democracia es lo que tenemos que proteger".
El padre de Hitchens era marino y eso explica que durante la primera parte de su vida fuera dando tumbos, de base naval en base naval. Estudió Filosofía, Políticas y Económicas en Cambridge y Oxford. Entró en el Partido Laborista en 1965, pero fue expulsado en 1967 por criticar el apoyo a la guerra de Vietnam. Formó entonces parte de un minúsculo grupo trotskista próximo a Rosa Luxemburgo y empezó a trabajar como corresponsal de publicaciones de izquierda. "Sigo siendo marxista. No sabría cómo acercarme a las cosas sin una concepción materialista de la historia. Mi próximo libro se ocupa de Rosa Luxemburgo".
En los setenta entró a trabajar en el New Statesman, donde se hizo amigo de Martin Amis e Ian McEwan y donde adquirió su merecida fama de irascible izquierdista que desenfundaba a la menor ocasión y que siempre tiraba a matar. En Experiencia, su libro autobiográfico, Amis retrata las maneras de su amigo durante una visita que le hicieron a finales de los ochenta a Saul Bellow. Le había hecho prometer que no habría excesos, que no habría "memeces siniestras". Es decir: "Nada de profesiones vehementes de izquierdismo". Pero salió el tema de Israel y Hitchens se tiró a la yugular de su anfitrión, con lo que la cena terminó como un funeral. Dice Amis que Bellow se fue allanando "ante la catarata de razón pura -con todo lujo de detalles concretos, precedentes históricos, candentes estadísticas, llamativas y finas distinciones- de la estampida cerebral de Christopher".
Esa estampida cerebral también se puede encontrar en Dios no es bueno. Detalles históricos, investigaciones recientes, flechazos de actualidad y todo al servicio de atacar en cuatro frentes: las religiones cuentan de manera incorrecta los orígenes del ser humano y del cosmos, consiguen aunar el máximo de servilismo y solipsismo, desencadenan una poderosa represión sexual y se fundan en ilusiones. Hitchens comentaba en Ámsterdam: "La mayor contradicción de las religiones es que piden a sus fieles que sean modestos, humildes y que se sientan pequeños. Y al mismo tiempo les dicen que el universo ha sido diseñado pensando que ellos son el centro de todo. Con lo que los va convirtiendo en tipos orgullosos y seguros de sí mismos. Es ridículo. Si pensamos en lo mucho que tardó en crearse el cosmos, cuánta violencia y desorden hubo para que al fin hubiera vida en este minúsculo planeta, suena absurdo pensar que hubo alguien que lo estaba construyendo para ti y para mí. Tal como están las cosas, si efectivamente existiera un dios, sería un chapucero, un incompetente, un ser extremadamente cruel".
Hitchens desarrolló la primera parte de su carrera como corresponsal. Estuvo una larga temporada en Chipre, y ha viajado por Chad, Uganda, Darfur; ha visitado Irak, Irán y Corea del Norte; ha estado en unos sesenta países. Ha escrito también crítica literaria y, entre los numerosos medios en los que ha colaborado o colabora, figuran Atlantic Monthly, The New York Times Review of Books, World Affairs, Slate, The Nation, Free Inquiry, Vanity Fair... Ha publicado más de quince libros, de los que han aparecido en España el citado sobre Kissinger, Cartas a un joven disidente (Anagrama) y La victoria de Orwell (Emecé). ¿No existe el problema de que una obra tan variada quede reducida a los latiguillos con que los medios resumen la obra de un intelectual? "La figura del intelectual surgió en Francia durante el caso Dreyfus. Y lo que dijo entonces Zola fue algo muy simple: que ese hombre era inocente y que estaba preso por un error judicial. Fueron los otros, los que pretendían representar a la gran Francia, los que defendían que las cosas eran más complejas. A veces se deben hacer preguntas sencillas. Hace poco, mi amigo Martin Amis pidió en un mitin que levantaran la mano los que se consideraban moralmente superiores a los talibanes. Sólo lo hicieron dos o tres personas. Lo que yo me pregunto es qué es lo que resulta tan complejo que impide que la gente responda una pregunta sencilla. El intelectual tiene que recordar las cosas que son obvias, evidentes, que no admiten discusión. La revista antifascista en la que colaboraban Brecht, Grosz y Heartfield se llamaba Simplicissimus. George Orwell decía que la cosa más difícil de ver es la que tienes delante de las narices. La fórmula 'no pasarán' era muy fácil de entender".
Al final de Dios no es bueno, donde hace una exaltada defensa de los valores de la Ilustración, avisa: "Una versión de la Inquisición está a punto de dar con un arma nuclear". La discusión es cómo combatir el peligroso ascenso de los fanatismos.
¿Cómo defiende Hitchens al mismo tiempo las reglas de juego internacionales y apoya la invasión de Irak que se hizo bajo la mentira de las armas de destrucción masiva? "Eso no es cierto. Se le dio a Irak una lista de las armas que poseían, y no se deshicieron de ellas. Aún no lo han hecho. Cuando se produjo la invasión, no se trataba tanto de entrar y de encontrar las armas como de obligar a Irak a cumplir con una resolución de Naciones Unidas que fue respaldada por todos los miembros del Consejo de Seguridad, y hasta por Irán y Siria. Unánime". ¿Cómo justifica el caos que hay allí ahora? "En el curso de la guerra, hemos obligado a los libios a desarmarse. Y resulta que tenían más armas de las que pensábamos que tenían. Nos las entregaron todas. Y al examinar el arsenal de Libia pudimos descubrir que pertenecía a la mafia de Al Qaeda, que se extiende hasta el norte de Siria". Y en el caso de Irán, ¿defiende la invasión? "Lo que es necesario es derrocar a los mulás. Con energía nuclear o no, Irán no debería estar secuestrado por estos fundamentalistas y terroristas. Si tienen sentido las leyes internacionales, habría que arrestar, juzgar y mandar a la cárcel a todos los responsables de tantos asesinatos (Berlín, Viena, el restaurante Mikonos) que están protegidos por el Gobierno de Irán que, mientras tanto, es capaz de cortarle las manos a alguien por robar. Es una banda mafiosa en un Gobierno. Mulás con armas nucleares".
La cena termina con un par de whiskies. Por allí han pasado el papa Wojtyla ("un tipo con cojones"), Hillary Clinton ("más de lo mismo, más corrupción"), Obama ("puede transformarse y hacer algo serio"), el arzobispo de Canterbury, Yugoslavia, la dictadura argentina y la Guerra Civil española, entre otros temas. La herida en Hitchens sigue ahí: "Cuando sucedió lo de Rushdie, me dolió la capitulación de la izquierda. Siempre encuentra justificaciones para cualquier actitud agresiva contra Estados Unidos y no sabe ver ese fascismo con rostro islámico".

DIOS NO ES BUENO, DE CHRISTOPHER HITCHENS POR ENRIQUE LYNCH
Lo primero que cabe observar a propósito de este ameno e interesante brulote contra todas las religiones, sin distinción, es que, en cuanto lo abres y lees las primeras páginas, ya sabes con qué te vas a encontrar. Supongo que esta es la típica reacción que suscitan los libros viscerales; sobre todo si, como éste, parecen haber sido escritos con profundo resentimiento, como tantos libelos, alegatos y manifiestos. En efecto, puesto que todo lo que se dice en ellos es en contra de algo e implícitamente a favor de lo contrario, se puede incluso prever cómo será el tono que utilizará el autor. Más aún, si el objeto del ataque es algo tan manido como la religión, hay que tener mucha curiosidad y tiempo (o ser un meapilas, un fanático perseguidor de ateos o un fundamentalista irredento) para prestarle atención, pese a que el libro se la merece, aunque sólo fuera porque Hitchens es un polemista eficaz y un escritor apasionado.
Buena parte de la socarronería y del sentido común del que Hitchens hace gala le viene de sus orígenes ingleses; y de su actual condición norteamericana, esa capacidad para informar con precisión y gracia acerca de innumerables fuentes librescas y suministrar al lector otras tantas anécdotas curiosas o extravagantes acerca de todo lo que analiza. Por lo demás, haber tenido un padre y una educación protestantes, una madre judía y ser él mismo un trotskista arrepentido, lo convierten en el típico íncubo intelectual que se suele dar en nuestra época, que produce las más extrañas hibridaciones sociales, culturales, étnicas o religiosas. Hitchens bien podría pasar como ejemplo característico del “librepensador posmoderno”.
Contra la religión... La verdad es que Hitchens no se toma demasiado trabajo en ponderar o sopesar sus ataques. Juzga de forma implacable y sin muchos miramientos. A él tanto le da que sea Osiris, el mulá Omar o san Buenaventura. Y, a la hora de tomar partido, lo resuelve todo muy fácilmente: se declara a favor de la ciencia sin condiciones, no importa que Newton fuera más alquimista que astrofísico y que científicos y técnicos impolutos y supuestamente libres de prejuicios y supersticiones fueran los que inventaron las bombas de Nagasaki e Hiroshima y que otros científicos calcularan con toda precisión cuántos grados se necesitan para calcinar vivos a los habitantes de Dresde en los refugios antiaéreos.
Salvado este sesgo tan idiosincrásico, el libro tiene todos los elementos que satisfacen la conciencia de un lector culto y civilizado; quiero decir, del ciudadano laico, razonable y bien pensante, occidental y un punto conservador, pero sin pasarse: el liberal progresista que cuida de no incurrir en fórmulas reaccionarias, que cree en la autonomía de la razón, en la superioridad de la cultura europea laica y en la autoridad de la ciencia como medio de alcanzar la verdad a través del somero, minucioso y ecuánime examen de los hechos. De esta ecuanimidad intachable dan prueba algunos juicios atrevidos de Hitchens: por ejemplo, cuando se refiere al pasar a las harto discutibles y recurrentes inclinaciones pedofílicas de tantos frailes y rabinos contemporáneos, se las arregla para no suscribir la insoportable homofilia dominante en nuestro tiempo sin por ello convertirse en un vulgar homófobo. (Por cierto, si nuestros modernos homófilos fueran consecuentes con sus ideas, no deberían encontrar razones para condenar a los curas de la diócesis de Boston ni las inclinaciones del recientemente fallecido Arthur Clarke. Es curioso, pero en los muchos obituarios que he leído en ocasión de su muerte, ninguno menciona las razones profundas por las que Clarke se había refugiado en Sri Lanka...)
Volvamos a Hitchens: su ecuanimidad es impecable pese a que su hostilidad hacia la religión carece de matices. No hay párrafo en que no se descarguen andanadas de descalificaciones, a diestra y siniestra, sobre todas las formas de la vida religiosa: se burla de los milagros y los santos –incluidos Tomás de Aquino y la Madre Teresa de Calcuta– y de los afanes de los arqueólogos israelíes por hallar –emulando los delirios románticos de Heinrich Schliemann con los poemas homéricos– vestigios monumentales de la presencia de los judíos en la Palestina bíblica. Más aún, se burla de que alguien pueda dar cuenta de algo real apoyándose en las Escrituras, tanto si se trata del Viejo como del Nuevo Testamento. De modo que caen bajo sus diatribas Moisés y los Mandamientos, el Éxodo y la Zarza Ardiente, las profecías y el Diluvio y, naturalmente, todos los episodios maravillosos que se cuentan en los Evangelios: las resurrecciones y las curaciones milagrosas, las parábolas y los anatemas, lo mismo que arroja fundadas dudas acerca de la “divinidad” de Jesús y, no digamos, acerca de la “virginidad” de María. Tampoco tiene respeto o consideración alguna por la Reforma: abomina de Calvino y de la intransigencia católica tanto como descalifica aberraciones como la iglesia de los mormones y las revelaciones de Joseph Smith o los cultos-cargo de la Melanesia. Y, por supuesto –esto también es previsible en un libro que se declara “contra la religión”–, dedica muchas páginas a denunciar el carácter espurio del islam y las falsedades del Profeta, así como comenta alarmado las citas más inquietantes del Corán. Total, que a la postre el libro viene a abonar la teoría de que los musulmanes han sido siempre una amenaza para la civilización occidental, desde los tiempos de Carlos Martel. La novedad está en que aquí no se los condena porque sean musulmanes sino porque son muy religiosos.
Como el propósito de Hitchens es deliberadamente blasfemo e irreverente –lo mismo que el de Salman Rushdie, pero menos oportunista y seguro que más honesto que el glamouroso indio condenado por Jomeini–, los efectos que pueda tener su diatriba también son previsibles. Puede que el libro concite la simpatía –y la sonrisa cómplice– de un lector como yo, que soy absolutamente irreligioso; pero será recibido con indiferencia por los hombres y mujeres de fe, que por otra parte no se van a escandalizar porque conocen de sobras todos los argumentos contra la religión que suelen declamar los ateos, desde Jenófanes hasta Voltaire, Russell o Savater. En efecto, la virulencia del ataque a la religión y la reducción del fenómeno religioso a mera superstición son los flancos débiles del trabajo de Hitchens, su punto de ingenuidad y la expresión de sus limitaciones, típicas de los periodistas. Lo primero convierte lo que debería ser un análisis crítico en un panfleto masónico cuando, en el fondo, no lo es; y lo segundo, la reducción de la religión a una superstición es una tontería. Cada vez que pienso que alguien pueda considerar que Agustín de Hipona o Kierkegaard o Juan de la Cruz o Evelyn Waugh –la lista de posibles “superticiosos” es apabullante– son lo mismo que un costalero andaluz, me da risa. Igualmente irrisoria me parece esa confianza incondicional en la capacidad de respuesta razonable de la ciencia. Cuando leo por ahí que “Los científicos de Monte Palomar han fotografiado el momento en que el Agujero Negro MVX-25/88063008 se traga cuarenta mil millones de galaxias” me acuerdo de aquel mito indio que fascinaba a Hegel, donde se cuenta que la cópula del dios X con la diosa Y, que tiene lugar ininterrumpidamente durante sesenta mil eras, produce tanta sustancia que, del choque de sus cuerpos divinos apasionados, se desprenden los humores de los que nacen todas las cosas del Universo.
No obstante, la mayor parte de las denuncias que hace Hitchens en su prolijo anecdotario de disparates religiosos es verdad y hace muy bien en airearlas, pero pensar que la pulsión religiosa será alguna vez reemplazada por la autoridad de la ciencia y la razón es una ingenuidad y, en el fondo, una majadería ilustrada. Los hombres y las mujeres religiosas no sucumben a la influencia de la religión solamente por efecto de la falta de educación, la ignorancia o los prejuicios ancestrales, aunque todas las iglesias se hayan valido de esas ilusiones para instrumentar sus conciencias y esclavizarlos. Y, por otra parte, no todo es repudiable en la religión: el cristianismo dio esperanza de salvación a un populacho desarraigado; el islam aglutinó a un pueblo de nómadas salvajes y lo integró a la tradición antigua civilizada; y la Reforma sirvió las pautas conceptuales para que el propio Hitchens pudiera pensar libremente. ¿Qué hubiese sido del arte sin la religión? Y en cambio la ciencia moderna, que sostiene nuestro bienestar y da tantos argumentos de buen tino, no existiría sin la voluntad de muerte que la inspira desde sus orígenes en tiempos de Leonardo y Galileo, dos conspicuos técnicos militares.
No lo sé, sólo puedo conjeturarlo, pero intuyo que se llega a la ilusión religiosa por una decisión que no está guiada por argumentos (o contraargumentos) sino por una voluntad de totalidad o de armonía que la razón y la ciencia todavía están muy lejos de proporcionarnos. Y, sobre todo, por el terror que inspira la repentina conciencia de lo real que nos rodea y de su insondable falta de sentido. De modo que pese a los contundentes argumentos de Hitchens, que me han hecho pasar un buen rato, todo hace suponer que tenemos religión para largo. ~

No hay comentarios:

.

Archivo del blog

.