miércoles, diciembre 31, 2008

Cirujanos españoles

En buenas manos. Cuando alguien ha de pasar por el quirófano a vida o muerte, rápidamente se forma un eco a su alrededor: “Ponte en las mejores manos”. En España, eso no es difícil porque hay muchos cirujanos que han alcanzado niveles de excelencia. Varios de ellos explican cómo viven esta profesión de alto riesgo emocional. MILAGROS PÉREZ OLIVA EL PAIS SEMANAL - 19-02-2006
El día que opera, Borja Corcóstegui no come. Apenas algún zumo, algún caldo, lo justo para no desfallecer. No come porque con la digestión aumenta el ritmo de su corazón, y si está operando siente los latidos en sus manos. Es un movimiento imperceptible, pero él lo nota. “No me gusta, me parece que pierdo precisión”, dice. Este detalle da idea de la concentración que exige la especialidad que él ejerce, la microcirugía del ojo. Y explica el nivel de exigencia que le ha convertido en una autoridad indiscutida de la cirugía del vítreo y la retina. El paciente se juega muchas veces el único ojo que le queda, y Borja Corcóstegui no se puede permitir que el latido de su corazón lo ponga en peligro.
Cuando Pascual Parrilla observa el enorme tumor que invade el abdomen de la paciente y ve que compromete varios órganos vitales, todas las neuronas de su cerebro se activan a la búsqueda desesperada de un camino. Sabe que si de su boca sale la palabra irresecable, la mujer estará condenada. Ha de intentarlo, ha de arriesgar, pero no a costa de dejarla peor de lo que está. Difícil decisión. Pascual Parrilla es un cirujano veterano, de los que ya han llegado a la categoría de maestro de maestros, y, sin embargo, todavía de tanto en tanto pasa la noche en blanco porque la cara del paciente que no ha podido salvar vuelve una y otra vez a su mente.
También Enrique Moreno es un veterano con tantas horas de vuelo que ya ha perdido la cuenta de la cantidad de veces que ha llegado a su casa de madrugada, cansado, pero colmado. El trasplante no sabe de horarios. En este caso, la vida nace de la muerte, y el cirujano ha de estar ahí, atento al momento para que la delgada línea que las une no se rompa por su culpa. Enrique Moreno tiene cientos de trasplantes hechos, algunos múltiples, pero también le ha ocurrido que se ha peleado a brazo partido por un enfermo y ha fracasado. Los nombres, las caras, se difuminan en el olvido, pero todos los cirujanos tienen en la recámara de su memoria algún caso que se resiste. El de Enrique Moreno es un chico de 18 años que llegó en situación desesperada. Cuando asumió que ya no podía hacer nada más, el gigante del bisturí, el hombre de la imponente figura, el altivo cirujano, se sintió pequeño, buscó la ventana y miró al cielo: “Sordo, es tu tiempo. Yo ya lo he intentado. Ahora te toca a ti”. Se lo pedía a Dios.
Son tres cirujanos que tienen en común con el resto de los que aparecen en este reportaje, y con muchísimos otros que merecerían aparecer, una trayectoria de esfuerzo, dedicación y rigor que les ha llevado a una posición de preeminencia.
La generación anterior estuvo plagada de grandes estrellas, pioneros que batallaron como llaneros solitarios y crearon escuela. La generación que ahora lleva el timón de la cirugía ha creado, al amparo del sistema sanitario público, potentísimas estructuras que han colocado a la cirugía española en el más alto nivel: miles de trasplantes, el cateterismo más arriesgado, las últimas técnicas en laparoscopia, microcirugía, cirugía fetal…, no hay nueva frontera que no quieran explorar. Y sin embargo, por primera vez, faltan vocaciones.
Si la cirugía es la aristocracia de la medicina, ¿cómo es que cada vez hay menos estudiantes que quieran ser cirujanos, y los que solicitan estas plazas ya no están, como hasta hace poco, entre los mil mejores currículos? “La cirugía es una especialidad muy dura, tanto desde el punto de vista físico como psíquico; necesita una gran vocación y mucha disciplina, una enorme capacidad de estudio y una condición física extraordinaria. Como los bomberos, estamos pendientes siempre de ser llamados, especialmente los que hacemos trasplantes. No podemos tener vida social y para nosotros no existen periodos vacacionales. Hemos perdido el brillo social de los pioneros, de los tiempos en que al cirujano se le consideraba un dios, un mito, y ahora somos una pieza más de un engranaje. Ahora el liderazgo es del hospital, como tiene que ser, y la figura del cirujano se oscurece, se borra. Por eso muchos estudiantes se plantean si merece la pena tanto sacrificio”.
Quien así habla es el cirujano español con más brillo social y más proyección pública. Se han referido a él como “el dios” y le han jaleado los éxitos. Premio Príncipe de Asturias, Enrique Moreno es una autoridad indiscutida de la cirugía, y ha convertido el servicio de cirugía general del hospital Doce de Octubre en un referente más allá de las fronteras nacionales. Cree que sería nefasto para la profesión y para la sanidad que los cirujanos se convirtieran en unos asalariados más, pendientes del reloj. “En nuestro servicio se pasa visita los sábados y domingos, y ayer mismo, de los tres quirófanos que tenemos, uno terminó a las ocho y el otro a las nueve”.
La familia de Pascual Parrilla ya está acostumbrada a que el domingo por la mañana, después de desayunar y leer el diario, diga: “Ahora vuelvo”. Saben que va a ir al hospital. No les extraña. Siempre tiene un enfermo muy grave que vigilar. Un historial con más de 600 trasplantes de hígado o páncreas curten a cualquier cirujano. Pero él no baja nunca la guardia. Catedrático y jefe del servicio de cirugía general y digestiva del hospital Virgen de la Arrixaca, de Murcia, además de uno de los mejores cirujanos del país, Pascual Parrilla es considerado un referente moral. “El enfermo tiene que estar por encima del cirujano, en un sentido y en otro. Eso significa que no has de operar por un afán de notoriedad, y en cambio tienes que hacerlo si el enfermo tiene posibilidades, aunque eso pueda afectar a tu prestigio porque reduzca tu tasa de éxitos si la operación va mal”.
La profesión es dura, pero Pascual Parrilla conserva la ilusión del primer día: “Cuando haces un trasplante doble, que pones medio hígado a un paciente y el otro medio a otro, y todo va bien, sales del quirófano reventado, pero feliz. Si en ese momento alguien te abriera la ventana, volabas. Pero también hay días en que no has podido salvar al paciente, y entonces sales humillado y derrotado. Y no duermes. Los internistas, en cambio, pueden dormir muy bien”. Pese al sacrificio que exige, pese al estrés y el riesgo que tiene, en un hospital general el cirujano cobra exactamente igual que el analista o el dermatólogo. Tal vez por eso ahora cuesta más cubrir las plazas, especialmente las de cirugía general, y se está produciendo un fenómeno curioso: la puja al alza. Algunos hospitales sólo han podido cubrir la plaza cuando han duplicado la oferta salarial inicial.
Durante varios minutos lo que hacemos es abrirnos paso por un mar de grasa amarilla
En realidad, los cirujanos del sistema público nunca han estado bien pagados. Lo sabe muy bien Eduardo Jaurrieta, que ahora es director del hospital universitario Príncipes de España, de Bellvitge, y que cuando hizo con Carles Margarit el primer trasplante de hígado de España, en 1984, cobraban 135.000 pesetas al mes, igual que un operario de la vecina Seat. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces y muchos cirujanos completan los sueldos con actividad privada, pero eso es al precio de hacer jornadas extenuantes. Y no en toda España existe esa posibilidad ni en todas las especialidades.
Todos saben que, para estar entre los mejores, la entrega debe ser total. “Nosotros atendemos el servicio las 24 horas al día, y si a las tres de la madrugada hay un problema con un paciente nuestro, no lo asume la guardia, lo asumimos nosotros. Es una forma dura de trabajar, pero nuestra profesión nos exige una gran responsabilidad”.
Antonio María de Lacy, jefe de las secciones de cirugía mínimamente invasiva y cirugía colorrectal del hospital Clínico de Barcelona, es el referente indiscutible de la cirugía laparoscópica. “Yo no soy un cirujano convencional, soy demasiado vehemente, y mi nivel de exigencia es un poco patológico, lo que hace que trabajar conmigo no sea fácil. En cirugía, el nivel de exigencia es muy alto, y eso puede explicar que no haya tantas vocaciones. Las nuevas generaciones son más hedonistas, piensan más en la calidad de vida. Pero quienes ahora lideramos la cirugía hemos de preguntarnos si sabemos transmitir a las nuevas generaciones que la nuestra es una profesión maravillosa. Yo tengo 48 años y siempre digo que me gustaría tener 10 menos; no para ser más joven, porque me daría una pereza enorme volver a hacer todo lo que he hecho, sino porque creo que con 10 años menos podría participar del salto tecnológico que viene, que va a ser apasionante”.
Observar cómo opera el doctor Lacy es hacer una excursión al futuro. Lo que él hace ahora como experiencia puntera será lo normal dentro de unos años, porque la cirugía tiende a ser cada vez menos cruenta. Todo está ya dispuesto en la sala de operaciones. Pero no es un quirófano convencional. Es el quirófano inteligente Endo Alpha de Olympus, que incorpora los más avanzados sistemas informáticos. También la mesa de operaciones es especial. Está preparada para soportar 300 kilos, y sobre ella reposa, ya anestesiada, una mujer de 1,62 de estatura y 160 kilos de peso. Se le va a practicar una resección de estómago. Hace apenas unos años, eso hubiera requerido abrir el abdomen y unas cuatro o cinco horas de intervención. Esta vez se resolverá con cinco pequeños orificios. En un aula docente situada fuera del hospital, unos 70 especialistas en laparoscopia venidos de toda España se disponen a presenciar cómo opera a esta paciente uno de los referentes mundiales de la cirugía de la obesidad, Michel Gagner, jefe de la división de laparoscopia y cirugía bariátrica de la Universidad de Cornell (Estados Unidos). Antes ha explicado la técnica y sus resultados. Lacy ha hecho de introductor. Terminada la presentación, los dos cirujanos se van, y al cabo de unos minutos aparecen en pantalla vestidos ya con el hábito quirúrgico, dispuestos a oficiar. Primero opera Gagner y luego lo hace Lacy. Entramos con la cámara por uno de los orificios y comenzamos a recorrer los alrededores del estómago. Es una víscera entre gris y rosácea que parece no tener fin. Una diminuta espátula va apartando la grasa. En realidad, durante bastantes minutos lo que hacemos es abrirnos paso por un mar de grasa amarilla, hasta que el cirujano da con un punto determinado. Ahí está, dice el cirujano. El punto se ve en una pantalla enorme y a todo color, pero los cirujanos de la sala aguzan la vista. Sí, ahí es donde hay que comenzar a cortar. Una especie de tijera manejada con pinzas toma posición, aprieta, corta y cauteriza. Centímetro a centímetro va cortando el estómago, y cada vez que aprieta se ve el humo de la chamusquina. El estómago ha quedado casi a la mitad. El trozo cortado es extraído por uno de los tubitos. Ahora hay que coser las paredes. Suturar tejidos no es fácil, pero hacerlo manejando la aguja quirúrgica desde el exterior con unas pinzas aún lo es menos. Y hacer el nudo, un doble salto en el trapecio. Finalmente, todo está bien. La paciente sigue inmóvil. Descanso.
Ahora le toca a Lacy. En este caso es un paciente de 45 años y 125 kilos de peso. Lacy repite, paso a paso, la resección de estómago. Pero él continúa: introduce ahora por el tubo una finísima cinta métrica, y con las pinzas va estirando el intestino y colocando a su largo la cinta, hasta medir un metro. En ese punto corta. Extrae la cinta y el intestino cortado. Y sutura los bordes. Es evidente, incluso para el más lego, que Lacy cose con más primor. Si fuera una vainica, la de Lacy sería de exposición; la de Gagner, normal. “No es que una operación sea mejor que otra”, se apresura a aclarar Lacy cuando le preguntamos por ello. “Es que la escuela europea concibe la cirugía como un arte y aprendemos a cuidar la forma”. En ambos casos, la operación ha durado apenas una hora y todo ha funcionado como un reloj.
En cirugía, la disciplina es fundamental. Hay una tradición proclive al despotismo en la que el cirujano adopta la actitud de un mariscal de campo. Hoy el autoritarismo en el quirófano está en crisis, pero ningún equipo llega a buen puerto sin autoridad.
Borja Corcóstegui
lo tiene muy claro: “El cirujano es el que tiene que tomar las decisiones, el que decide la estrategia y el que dirige; por tanto, no puede echarle la culpa al otro. Cuando yo opero, si algo no va bien soy yo el culpable, porque he de prever que nada pueda fallar”. El año pasado hizo 713 operaciones, las tiene contadas. Eso significa un promedio de 57 horas a la semana. “Muchas horas”, reconoce. Es extremadamente puntilloso. A ello debe su fama y los resultados del Instituto de Microcirugía Ocular que dirige en Barcelona, porque Borja Corcóstegui es un cirujano del “último ojo”. Cuatro de cada 10 pacientes que opera han perdido ya el otro ojo y recurren a él porque quieren asegurarse de que ponen el que les queda en las mejores manos. Unas manos que también operan en el Sáhara, Mozambique o Bolivia, porque Borja Corcóstegui es impulsor de una ONG, Ojos del Mundo, que ha operado a más de 5.000 pacientes.
Todos coinciden en que para ser un líder se requiere una personalidad fuerte, una determinación a prueba de adversidades y un alto nivel de autoexigencia. Esas cualidades son las que hicieron de Carles Margarit uno de los cirujanos más admirados. Había hecho cerca de 200 trasplantes de hígado en niños y otros 700 en adultos –entre ellos muchos casos desesperados rechazados por otros equipos– y estaba en la cumbre de la cirugía, pero seguía siendo una persona humilde: “Llevo ya muchos años en esto, pero cada vez que hago un trasplante de donante vivo sufro un estrés emocional enorme. Ya sé que son casos desesperados, que el niño moriría y que el padre está dispuesto a dar mucho más que un trozo de su hígado para salvarle. Lo sé y sufro mucho. Pero no hay nada más hermoso que ver después marchar a ese padre con su hijo de la mano”. Cuando decía esto, los ojos se le humedecían. Apenas unos días después de la entrevista para este reportaje, un alud de nieve truncó su vida y su carrera. El hospital de Vall d’Hebron todavía no se ha repuesto de su muerte.
¿Se requiere una personalidad especial para ser un buen cirujano? Desde luego no se puede ser pusilánime. “El cirujano ha de tener la cabeza fría y ser capaz de mantener la calma en situaciones difíciles”, dice Jaurrieta. “La práctica ayuda mucho: conforme vas adquiriendo experiencia te sientes más seguro”, añade.
También Oriol Bonnín cree que un cirujano se hace con la práctica. Él ha operado a más de 9.000 enfermos del corazón y aún considera que ha de seguir aprendiendo. Desde hace 15 años es el amo y señor de la cirugía cardiaca de las islas Baleares, ahora al frente del servicio de cirugía cardiaca del hospital universitario Son Dureta, de Mallorca. “La experiencia es muy importante. Los tres años de MIR no son suficientes. Un cirujano se hace con los años, y no se le puede formar a base de lanzarlo a la piscina y decirle: ¡a nadar! Hay que acompañarle. Y si ves que algún residente nunca llegará a dominar la técnica o no tiene condiciones psicológicas para aguantar la presión, has de ser franco y decirle: déjalo, no sigas”. Porque es una profesión de mucho estrés. En 1991, Bonnín operó a Johan Cruyff, y cuando los periodistas le preguntaron si su médico le había aconsejado llevar una vida menos estresada después del infarto, Cruyff les contestó: “Para estrés el del doctor Bonnín, que le entra un enfermo al quirófano y no sabe si le saldrá vivo o muerto”.
El cirujano ha estar también en muy buena forma física. Tiene que estar preparado para aguantar muchas horas con una gran concentración y para afrontar guardias complicadas. Julio Acero tuvo ocasión de comprobar lo importante que es la capacidad de resistencia el 11-M. De repente, el servicio de cirugía maxilofacial que dirige en el hospital Gregorio Marañón, de Madrid, se llenó de heridos. De las 400 víctimas de las bombas terroristas que fueron conducidas a ese hospital, un centenar tenía heridas en la cara y unas 30 tuvieron que ser operadas de urgencia. Julio Acero eligió la especialidad de cirugía porque es muy resolutiva. Ese día tuvo que echar mano de toda su capacidad de resolución, y hacerlo además sin perder de vista el delicado compromiso de una cirugía que además de curar ha de reparar de la forma más estética posible. “No es una cirugía sencilla, y puede durar tanto como un trasplante de hígado”, recuerda. La mayor parte de las intervenciones son por cáncer. “Creo que podemos sentirnos orgullosos: si intervenimos en los estadios iniciales tenemos una supervivencia del 90%, y en los casos avanzados, casi del 50%”.
Especialmente agradecido es su trabajo en las malformaciones, porque hay pacientes que han nacido con una cara que es una maldición. A veces, sin embargo, la maldición es perderla. Eso es lo que le ocurrió a la mujer francesa que ha sido sometida al primer trasplante de cara. La operación ha sido polémica, pero Julio Acero está a favor: esa mujer no tenía cara y ahora tiene una que no es suya, pero es una cara.
En cirugía se plantea un gran dilema ético: ¿qué actitud es mejor para el paciente, el riesgo o la prudencia? Porque un cirujano osado puede llegar a poner la vida del enfermo en peligro, pero también el exceso de prudencia puede matar. Pascual Parrilla considera que éste es el nudo gordiano de la cirugía. “Nunca hay que poner en riesgo al paciente por experimentar. Pero en los casos desesperados, como un cáncer avanzado de páncreas, hay que ser osado. El requisito es estar convencido de que el paciente tiene una oportunidad”.
Luisa Martínez de Haro, de 49 años, es una cirujana del equipo de Parrilla que conoce muy bien lo que eso significa porque ha estado al otro lado de la barrera. Siempre había tenido jaquecas, pero un día tuvo una que no le pareció normal y pidió que le hicieran una resonancia. Pascual Parrilla acudió a la sala de pruebas y encontró al equipo al borde del llanto. No cabía ninguna duda: la resonancia mostraba un tumor en el cerebro del tamaño de una mandarina. Luisa esperaba fuera. ¿Qué hacer? Lo que hubiera hecho cualquiera: ponerse en las mejores manos. Dio la casualidad que se celebraba en Murcia un congreso de neurocirugía, de modo que Parrilla cogió las pruebas y se fue en busca de Gonzalo Bravo, del hospital Puerta de Hierro, de Madrid. “Si dentro de un mes no estás de nuevo operando, yo soy un chapucero”, le dijo Bravo a Luisa para animarla. La operó en el Puerta de Hierro y Parrilla estuvo en la intervención. Luisa Martínez volvió a operar y sigue siendo uno de los puntales del equipo de Parrilla.
Lo cual nos lleva a otra cuestión. ¿Dónde están las mujeres cirujanas? Las hay, y muy buenas, pero no ocupan lugares de preeminencia. Algunas son pioneras, como Marta Navarro Zorraquino, del hospital Lozano Blesa, de Zaragoza: la primera cirujana española admitida en la Sociedad Internacional de Cirugía. “Se ha dicho que en cirugía se necesitan manos de mujer y corazón de león. Yo tenía manos de mujer, evidentemente, y debía demostrar que tenía corazón de león. El ambiente en el quirófano era muy masculino, se gritaba mucho. Yo nunca grité y tuve que buscar otras formas de hacerme respetar”. La investigación la absorbió cada vez más y en los años ochenta dejó de operar: “En las operaciones de ocho horas llegaba al final derrotada. Ahora las cosas han cambiado. La cirugía tiene muchas más ayudas técnicas, dura menos y es más orquestada. Además, antes hacíamos de todo y ahora hay muchas más posibilidades de especializarse. La diferencia física ya no es tan importante”.
Pero para alcanzar estar en vanguardia hay que vivir en el quirófano. María Dolores Sabadell lo sabe muy bien. Divorciada, no tiene hijos ni cargas familiares, de modo que puede dedicar lo mejor de su vida al hospital. “No tengo la impresión de haber renunciado a tener hijos por mi trabajo, pero sí que tengo claro que si los hubiera tenido no hubiera podido hacer todo lo que he hecho y tampoco podría dedicarme con tanta intensidad a mi trabajo”, dice. Es jefa de patología mamaria del hospital de Vall d’Hebron, en Barcelona. “¿De qué mueren las mujeres? Muy pocas de una recidiva. Casi todas mueren por la metástasis”. Es fundamental, pues, abordar el cáncer desde distintos frentes. “Cuando empecé a operar, todas las mujeres salían sin pecho y muchas morían; ahora, tres de cada cuatro pueden conservarlo, y la mayoría de mis pacientes vuelven, y vuelven, y vuelven, cada vez más recuperadas, cada vez más hermosas”.
Hay mucha pasión y mucha entrega en la vida de los cirujanos. Y también mucha recompensa. Los que triunfan tienen un peligro: el endiosamiento. “Es cierto que la cultura del quirófano se presta a ello”, admite Lacy. “El mayor defecto del cirujano puede ser el ego. Hay veces que el quirófano es ese lugar en el que entra un señor pequeñito que comienza a disfrazarse, y conforme se va vistiendo, va creciendo, creciendo, hasta convertirse en un gigante, y cuando se desviste se vuelve otra vez pequeño, pequeño… Está claro que si tienes buenos resultados, la satisfacción eleva las endorfinas, y cuantas más endorfinas, más arriesgas; pero has de procurar que eso no repercuta sobre el paciente”. Enrique Moreno tiene la receta: “Si uno tiene fama, lo que ha de hacer es desconocer que es muy conocido. Los que no somos humildes, como yo no lo soy, hemos de recordar que somos una pieza más del sistema y que sin el equipo no podríamos hacer lo que hacemos”.
Antonio María de Lacy: “Nos responsabilizamos del paciente las 24 horas”
Jefe de cirugía mínimamente invasiva y cirugía colorrectal del hospital Clínico de Barcelona; profesor de cirugía de la Universidad de Barcelona, y presidente de la Sociedad Europea de Endoscopia. Ha practicado más de 1.500 intervenciones de colon y recto por laparoscopia.
Es tan entusiasta de las nuevas tecnologías que sus compañeros le dicen: “A ti, si te tocara la Primitiva no te comprarías otro barco, te comprarías otro quirófano”. El premio tendría que ser muy cuantioso porque Antonio María de Lacy (Palma de Mallorca, 1957) opera ya en un quirófano inteligente en el que se siente feliz porque puede colmar todas sus ansias de innovación. Podría decirse que inició su entrenamiento a los siete años, porque ya entonces se dedicaba a coser y recoser filetes de carne, y cuando le preguntaban qué quería ser de mayor, respondía sin vacilar: cirujano. Su familia no tenía ninguna relación con la medicina, pero se volcó en esta decisión. Él lo tenía tan claro que nada más terminar el Bachillerato buscó la forma de contactar con un cirujano mallorquín, José Abrines. “Me aceptó como ayudante. Trabajé con él y hasta me corté un tendón”, recuerda. Cuando terminó medicina en Barcelona pidió una plaza de interno en traumatología, pero por un error burocrático cayó en la Cátedra de Cirugía General del profesor Pera: “Aprendí la importancia de ser un médico académico; de aunar asistencia, docencia e investigación”. Considera que “una cirugía de calidad exige responsabilizarse del paciente las 24 horas del día”. Tiene un altísimo nivel de exigencia, y es considerado un virtuoso de la cirugía laparoscópica y un abanderado de las innovaciones tecnológicas. Muchos cirujanos ya no están a tiempo de subir a ese carro. Lacy no sólo se ha subido, sino que tira de él.

Oriol Bonnín: “En cirugía cardiaca, la vida depende de un punto”
Jefe del servicio de cirugía cardiaca del hospital Son Dureta, de Mallorca. Ha intervenido a más de 9.000 pacientes, de los cuales unos 4.000 son coronarios. La mayor parte de la cirugía cardiaca en las islas Baleares ha estado en sus manos desde 1992.
Oriol Bonnín (Barcelona, 1946) es en Baleares “el cirujano del corazón”. La mayor parte de los pacientes quirúrgicos de la isla han pasado por sus manos o por las de su equipo desde que en 1992 se trasladó a Mallorca para operar en la clínica Miramar. Era privada, pero concertada con la Seguridad Social. En 2002, el Gobierno de Progreso decidió que la red pública tuviera su servicio de cirugía cardiaca y le ofreció la jefatura. El de Son Dureta es ahora el servicio de referencia para una población de un millón de habitantes que en verano crece hasta tres. Bonnín es cirujano cardiaco por una experiencia traumática: “Cuando era adolescente tenía un amigo que enfermó del corazón. Tenía dos válvulas dañadas y nadie se atrevió a operarle. Vi cómo se iba apagando hasta que murió. Decidí que sería cirujano cardiaco”. Primero estudió cardiología, algo que considera un gran acierto, y tuvo la suerte de ir a parar al hospital de Sant Pau en el momento en que Josep Maria Caralps y Alejandro Arís volvieron de Estados Unidos dispuestos a romper fronteras. Bonnín participó con ellos en el primer trasplante de corazón que se hizo en España (1984). Se fue después al centro quirúrgico Sant Jordi, entonces de la Obra Social de La Caixa, donde operó hasta que ésta decidió venderlo. Ahora tiene experiencia suficiente como para estar tranquilo, pero nunca baja la guardia: “En cirugía cardiaca, la vida del paciente depende a veces de un punto”.

Marta Navarro Zorraquino: “La investigación es como una esponja”
Profesora del departamento de cirugía y jefa clínica del hospital clínico universitario Lozano Blesa, de Zaragoza, y vicedirectora del departamento de cirugía, ginecología y obstetricia. Ha sido delegada de España en la Sociedad Europea de Investigaciones Quirúrgicas. Tiene 189 trabajos publicados en revistas científicas y otras 127 publicaciones en distintos medios.
Por su edad es una de las pioneras. Ahora hay una nueva generación de cirujanas que sube con fuerza, pero cuando Marta Navarro decidió hacer cirugía era nadar a contracorriente. Recuerda que cuando en 1976 fue la primera mujer española admitida en la Sociedad Internacional de Cirugía, el profesor Piulachs reunió el capítulo español. “Empezaremos en cuanto se vaya esa chica”, dijo. “Esa chica es cirujana, doctor”, le aclararon. El congreso se celebraba en Edimburgo, y en ese momento entre los 3.000 asociados sólo había nueve mujeres. En su familia predominaban las ingenierías, pero ella no comprendía cómo alguien podía ser ingeniero pudiendo ser cirujano. “Tú has leído muchas novelas”, le respondió su padre cuando le dijo que quería ser cirujana. Ella cedió y estudió farmacia en la Complutense de Madrid, pero de vuelta a Zaragoza le dijo: “No pienso pasarme la vida vendiendo. Ahora haré también medicina”. En cuarto entró como interna en la cátedra de Lozano Blesa y cumplió por fin su sueño, pero no lo tuvo fácil. La bata blanca no era suficiente, y más de una vez el profesor tuvo que salir a convencer al paciente de que “aquella chica” era cirujana y le iba a operar. Aunque operó durante años, se decidió pronto por la investigación en un campo muy novedoso: la respuesta inmunológica tras la cirugía, en el equipo del profesor Lozano Mantecón. “La investigación es como una esponja: cada vez te absorbe más. Y como he tenido la suerte de tener siempre financiación para proyectos importantes, cada vez me ha absorbido más”. “Sin una buena investigación básica no se puede hacer una buena medicina aplicada, y eso también rige para la cirugía”.
María Dolores Sabadell: “La paciente ha de poder llorar en tu consulta”
Jefa de sección de patología mamaria del hospital Vall d’Hebron, y máster en patología mamaria en 1988 por la Universidad de Barcelona. Es uno de los equipos de España que más casos de cáncer de mama trata (380 nuevos al año), en colaboración con el servicio de oncología médica que dirige Josep Baselga, referencia en Europa para nuevas terapias y tratamientos personalizados.
Es una mujer que desborda energía. Lleva siempre un cuaderno con minuciosas anotaciones no sólo de su programa de quirófano, sino de detalles de las historias clínicas de sus pacientes, y es capaz de llamar a las diez de la noche para dar los resultados de una biopsia si ha visto angustia en el rostro de una mujer. Lo de medicina le vino un poco por casualidad: al terminar el Bachillerato, su madre, maestra, la envió a hacerse una prueba psicotécnica. Le recomendaron medicina o… ciencias exactas. Las matemáticas le gustaban, pero la docencia no tanto, así que eligió medicina. “La cirugía era la opción que mejor iba con mi carácter”, recuerda, y dentro de la cirugía, la ginecológica, “no por ser mujer, sino porque era una especialidad muy completa”. Cada mañana desayunaba pegada a los cristales del quirófano de la cátedra del doctor Piulachs, en el hospital Clínico. Entró como residente en la maternidad de Vall d’Hebron en 1978, cuando se atendían cien partos diarios, y en 1981 ganó su plaza de médico adjunto. Desde 1995 es jefe de la sección de patología mamaria, donde ejerce de algo más que de cirujana. “Un médico ha de ponerse los parches emocionales que necesite, pero no ha de olvidar nunca que el paciente ha de poder llorar en su consulta”. La cirugía que ella practica no es de alto riesgo, pero “como al volante, al quirófano nunca hay que perderle el respeto”. En su caso, el mayor riesgo es la disección axilar completa. “Sólo una vez se me abrió la vena axilar al retirar un nódulo muy enganchado a la pared vascular. Lo pude solucionar bien, pero nunca se me olvidará lo rápido que salía la sangre”. “Yo tenía manos de mujer y debía demostrar que tenía también corazón de león”

Borja Corcóstegui: “Has de ser perfeccionista”
Director del Instituto de Microcirugía Ocular de Barcelona; titular de la cátedra Instituto de Microcirugía Ocular de la UAB; presidente de la Sociedad Española Retina Vítreo y de la sociedad europea Euretina. También es vicepresidente y cooperante de la organización solidaria Ojos del Mundo. Realiza más de 700 operaciones al año y participa en un proyecto para desarrollar un ‘microchip’ con el que enviar al cerebro las imágenes que el ojo ciego no puede captar.
Desde luego, Borja Corcóstegui (San Sebastián, 1950) no recaló en la oftalmología por casualidad. Lo suyo es una cuestión de saga. Su bisabuelo era oftalmólogo, lo eran también su abuelo y su padre, y lo es su hermano mayor, que ejerce en Bilbao. Cuando después de estudiar medicina en Zaragoza decidió especializarse en oftalmología por inercia familiar no imaginaba cuánto iba a disfrutar. En cuanto se adentró en la fisiopatología del ojo se dio cuenta de “lo grande” que era esta disciplina; de que, siendo el ojo un órgano tan pequeño, era impresionante la extensión de su patología y la complejidad de su cirugía. Cuando terminó la especialidad se quedó en Vall d’Hebron y fue jefe del servicio de oftalmología de este hospital hasta que en 1999 dio un viraje a su carrera. Decidió liberarse de la burocracia que le pesaba en el sistema público y fundó el Instituto de Microcirugía Ocular, en cuyos cursos de posgrado se han formado ya cerca de 200 oftalmólogos. “En cirugía de la retina has de ser muy perfeccionista, sólo así logras la pequeña ventaja que te permite resolver los casos difíciles. Si no eres muy cuidadoso, el enfermo puede perder la visión porque no hay marcha atrás”. Para mantenerse al día hace cada año no menos de 30 viajes a Europa y América, y aún le queda tiempo para la solidaridad.

Pascual Parrilla: “Es muy importante tener un espíritu crítico” MILAGROS PÉREZ OLIVA EL PAIS SEMANAL - 20-02-2006
Catedrático y jefe del departamento de cirugía del hospital universitario Virgen de la Arrixaca, de Murcia; director de la revista ‘Cirugía Española’, y presidente de la Comisión Nacional de Cirugía General y Aparato Digestivo. Él y su equipo lideran la producción científica, medida en factor de impacto, entre los servicios de cirugía general, con cientos de artículos publicados, entre ellos 30 en el ‘British Journal of Surgery’.
¿Qué tiene Murcia para que el servicio de cirugía del hospital Virgen de la Arrixaca pueda codearse con los mejores? Tiene a una eminencia que acabó la carrera de medicina a los 21 años y a los 29 se convirtió en el catedrático más joven de España. “Se puede contribuir a la ciencia y al progreso desde cualquier lugar”, sostiene. Pascual Parrilla (Torrent, 1945) ha dejado la impronta de su fuerte personalidad en todos los frentes en los que ha batallado. “Es muy importante tener un espíritu crítico, y se ha de cultivar especialmente cuando uno se está formando. Yo soy muy crítico con mis alumnos: prefiero ser crítico yo ahora con ellos a que luego lo sea la vida”. Hay dos actitudes profesionales que califica de patológicas: el inmovilismo y el esnobismo. “Es inmovilista aquel que opera bien, pero no arriesga ni está abierto a las innovaciones; el esnobista, en cuanto tiene noticia de una técnica nueva, la aplica en el primer enfermo que se le presenta, lo cual provoca no pocos fracasos que pagan los pacientes”.
Nació en los años grises de la posguerra, en una familia obligada al silencio porque pertenecía al bando de los vencidos. Su padre militaba en Izquierda Republicana. La madre, de origen humilde, siempre tuvo muy claro que, en aquella España autoritaria y culturalmente castradora, “tener estudios” era la única palanca con la que sus dos hijos podrían apartar la pesada losa del clasismo. “Yo tenía mucho amor propio. Me di cuenta de que cuanto mejor estudiante era, más me respetaban”. A los 15 años ya estaba a las puertas de la universidad para hacer medicina. Su carrera fue fulgurante: 21 matrículas de honor y el premio extraordinario.
“Medicina interna era la especialidad que más me atraía, pero me di cuenta de que el internista casi siempre se quedaba a mitad de camino; al final, el que resolvía era el cirujano”, cuenta. Entró de médico residente en el hospital Clínico de Valencia y allí conoció al que sería su maestro y mentor, Carlos Carbonell Antolí, “un hombre honesto, recto, del que todos los días tienes oportunidad de acordarte”. Le aconsejó que se preparara bien en todas las especialidades y que después se presentara a oposiciones de catedrático. Se preparó intensivamente, pero no tenía excesiva confianza en el sistema. Su maestro le tranquilizó: “Usted prepárese y no se preocupe, la gente ya se apartará”. No había cumplido aún 30 años cuando ganó la plaza de catedrático de Patología y Clínica Quirúrgica de Murcia, una ciudad que nunca había visitado. “Era en 1975 y me sentía el hombre más feliz del mundo”.
Pero el aterrizaje tuvo sabor agridulce: tenía 11 jefes de servicio a su mando, todos mayores que él. “Me di cuenta de que había estudiado mucho, pero iba corto de bisturí”. Como la mayor inteligencia no suele estar reñida con la humildad, el catedrático más joven de España se puso la bata de ayudante y se dispuso a seguir aprendiendo, porque una cosa es tener poder y otra tener autoridad. Y él quería tener autoridad. “Por muy hábil que seas, por muy buenos resultados que tengas en el quirófano, si no eres capaz de sentarte en la cama del enfermo, tomarle la mano y comprender que lo que tú haces es lo más importante para esa persona, no serás un buen cirujano. El paciente te necesita, y tienes que demostrarle que le perteneces en cuerpo y alma”. Han pasado 30 años y sigue en Murcia al frente de un equipo de 20 cirujanos, muchos de ellos alumnos suyos, que además de clínica hacen investigación. En este tiempo ha revitalizado la Asociación Española de Cirujanos y ha tenido ofertas para ir a Madrid o Barcelona, que siempre ha rechazado. En Murcia tiene todo lo que desea. Ha creado un equipo y escuela. Los mejores de sus alumnos dicen de Pascual Parrilla lo que él decía de su maestro: que tienen muchos motivos para acordarse de él.

Enrique Moreno: “Lo que hemos hecho es abrir puertas” MILAGROS PÉREZ OLIVA EL PAIS SEMANAL - 20-02-2006
Catedrático de Patología Quirúrgica de la Universidad Complutense; jefe del servicio de cirugía general y trasplantes abdominales del hospital Doce de Octubre, de Madrid, y premio Príncipe de Asturias. Su servicio es pionero y ha realizado 1.200 trasplantes de hígado.
Enrique Moreno (Madrid, 1939) tiene en su despacho un sofá plano de cuatro cuerpos. Allí descansa algunas noches, cuando la vida en el quirófano se complica. Su familia ya está acostumbrada a sus ausencias. Confiesa que vive más en el hospital que en casa, pero eso no ha impedido que sus cuatro hijas también se hayan decidido por la medicina, lo cual quiere decir que también en su casa ha creado escuela. Ahora tiene 66 años, pero exhibe una vitalidad que en nada hace pensar que haya superado la edad legal de jubilación. Su padre era odontólogo en Madrid, y eso le llevó a la estomatología, como su hermano; pero al terminar la carrera decidió especializarse en cirugía plástica y reparadora. Mientras se preparaba en el hospital Provincial y luego en La Princesa, fue haciendo incursiones en cirugía digestiva compleja y su entusiasmo subió varios grados. El riesgo casaba muy bien con su carácter exigente. En 1973 asumió la jefatura del servicio de cirugía general del Doce de Octubre, y en los más de 30 años transcurridos ha introducido todas las innovaciones quirúrgicas posibles, ha consolidado un equipo puntero y ha formado a cirujanos de todo el mundo. Su habilidad como gestor y el éxito de sus iniciativas le han convertido en una referencia indiscutida, aunque a veces se le ha criticado un cierto aire de superioridad. Él lo desmiente: “Antes creía que lo que había hecho no cabía en esta habitación. Ahora pienso que me cabe en una mano. Lo que sí hemos hecho es abrir puertas”.

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