miércoles, marzo 26, 2008

La nueva cruzada de la Iglesia se libra en casa. La guerra del Papa contra el laicismo coincide con su pérdida de peso en países católicos

La nueva cruzada de la Iglesia se libra en casa. La guerra del Papa contra el laicismo coincide con su pérdida de peso en países católicos. MIGUEL MORA. EL PAÍS - Sociedad - 26-03-2008
Lo dijo Marx en La cuestión judía: "El así llamado Estado cristiano necesita de la religión cristiana para completarse como Estado. El Estado democrático, el verdadero Estado, no necesita de la religión para completarse políticamente". Y añadía: "La emancipación de la política respecto a la religión permite subsistir a la religión, si bien no a una religión privilegiada". Ha llovido mucho desde entonces, pero ¿qué peso real tiene hoy la Iglesia Católica en los países donde es confesión "privilegiada"? ¿Respeta la división Iglesia-Estado? ¿Ejerce la misma presión que, por ejemplo, los obispos españoles?
Salvando el caso italiano, sede milenaria del poder católico, en ningún sitio las cosas van tan lejos como en España. En otros países occidentales de tradición católica la influencia de la Iglesia parece en franco retroceso, tal como indican las vocaciones, las confesiones, los bautizos o los matrimonios canónicos.
En su célebre y polémico discurso de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006, Joseph Ratzinger dio a conocer las bases de la nueva batalla del catolicismo: relación entre fe y razón moderna, reivindicación de la teología como base ética de las ciencias, y una apuesta, irreal a juicio de algunos, por el diálogo entre religiones como medio de frenar la barbarie de la guerra santa. Dos años antes, en 2004, el entonces cardenal Ratzinger había sido más concreto, al difundir desde la Congregación para la Doctrina de la Fe una especie de "manual del buen político católico laico": ni eutanasia, ni aborto, ni fecundación artificial, ni parejas de hecho, ni uniones gays.
Un auténtico proyecto moral y cultural, con la familia tradicional como núcleo, que algunos -con el filósofo Jürgen Habermas a la cabeza- han juzgado como un ariete anacrónico contra el laicismo; otros han visto como una reacción contra el creciente empuje social del islamismo radical; y muchos católicos han tomado como una invitación explícita a participar más, a implicarse a fondo en el rumbo de la sociedad y la política.
"Al Papa le ha movido desde siempre lo mismo: discutir las grandes cuestiones", explica Lluís Clavel, profesor de Teología de la Universidad romana de la Santa Croce. "Desde sus primeros libros y discursos", agrega el teólogo del Opus Dei, "Ratzinger ha querido animarnos a ayudar a conocer las verdades de verdad; el amor de verdad. Nos explica a Jesús de manera que se entienda; fomenta el diálogo, da mucha importancia a la eucaristía, nos anima a salir de la decadencia cultural y a no aceptar verdades simples".
Según Clavel, las consecuencias de esa "sofisticada apuesta por la cultura y la armonía entre razón y fe", son inescrutables: "Él repiensa la historia y va a la raíz, como hizo el Señor, y en ese camino dice muchas cosas. Los efectos de lo que dice ya no dependen de él".
Esa discusión ideológica y apasionante se ha convertido en una batalla pragmática, y ha tenido efectos muy distintos. En España ha sacado a los católicos a la calle, ha dividido a la sociedad, ha revivido fantasmas. En Latinoamérica, la tensión ha crecido como nunca. En Alemania y Brasil ha chocado con la reivindicación del fin del celibato; y en EE UU ha provocado temor entre muchos católicos progresistas, que observan con cautela cada movimiento del Papa bávaro.
El principal movimiento reformista católico de EE UU, Call To Action, anunció que vigilaría "de cerca" las decisiones del Santo Padre. La crisis religiosa en el país es notoria. Más de una cuarta parte de los estadounidenses declara haber dejado la confesión en la que crecieron, y, según el Estudio del Pew Forum sobre Religión y Vida Pública, la fe católica es la que más bajas ha sufrido, a pesar de los inmigrantes latinos. Esto supone que apenas el 10% de los ciudadanos de EE UU son católicos.
La naturaleza jerárquica y sacramental de la Iglesia en EE UU permanece inmutable, de todos modos, aunque fue sacudida por uno de los más dolorosos capítulos de su historia: la revelación del encubrimiento de miles de acusaciones de abuso sexual contra jóvenes por clérigos católicos. Sin embargo, el escándalo no ha mermado las contribuciones a las 195 diócesis de la Iglesia en Estados Unidos. Y la visita a mediados de abril del papa Benedicto XVI congregará a miles de fieles que luchan ya por conseguir un espacio en las dos misas que el Pontífice oficiará en Washington y Nueva York, la última en la Zona Cero.
En Francia, en cambio, la influencia católica en la vida política es nula. En el país del laicismo, la ley de 1905, que separa Iglesia y Estado, ha sido un baluarte contra la intromisión de Dios en los dominios del César, y viceversa. La Iglesia católica, como las demás confesiones, se financia sola, y el Estado cubre los gastos de conservación de catedrales e iglesias, aunque los fondos que destina son siempre menos de los necesarios.
El presidente Nicolas Sarkozy pretende reintroducir la religión en la vida pública, lo que no debe entenderse como un rearme de su influencia. Sarkozy, cuyo discurso de diciembre pasado en la basílica de san Juan de Letrán de Roma desató una fuerte polémica, quiere usar las religiones como atajo para introducir en el modelo francés el "comunitarismo". Así, podría abrir la puerta a la financiación de lugares de culto musulmanes o de otras confesiones, con el argumento de que no disponen de ellos. Para el Estado francés, todas las creencias son iguales. En enero, el jefe del Estado recibió a los representantes católicos, protestantes, musulmanes, budistas e hinduistas.

En pie de igualdad, como quería Marx.
En otro vivero tradicional católico, Suramérica, se vive una enorme tensión con los temas éticos, aunque, salvando la excepción de Argentina, la relación entre la jerarquía eclesial y el poder político -difícil debido a las fuertes discrepancias ideológicas- no se caracteriza por el enfrentamiento abierto.
La lucha más enconada se da en Brasil, donde las medidas impulsadas por el Gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva para despenalizar el aborto o el uso de células madre han sido contestadas por el propio Benedicto XVI. Pero no llega a lo que sucede en Argentina, en estado de hostilidad mutua desde que el Gobierno de Néstor Kirchner (2003-2007) se declarara favorable a despenalizar el aborto.
Eso, unido a que el primado de la Iglesia argentina, el jesuita Jorge Bergoglio, se convirtió en una de las grandes figuras de la oposición, ha elevado la tensión a niveles no vistos en décadas. De hecho, el Vaticano mantiene congelado el nombramiento del embajador argentino ante la Santa Sede -por ser un católico divorciado- y a cambio el Gobierno argentino quiere eliminar el vicariato castrense. En cualquier caso, la presidenta Cristina Fernández se ha declarado contraria al aborto y el cardenal Jorge Bergoglio ha bajado el tono de sus críticas.
Con sus diferentes características, los episcopados de Argentina, Chile, Perú y Brasil están controlados por prelados próximos a Roma. Pero no hay una homogeneidad en las figuras de la Iglesia en cada país, que van desde el cardenal Juan Luis Cipriani en Lima, perteneciente al Opus Dei, al jesuita Bergoglio en Buenos Aires, conservador en lo doctrinal pero con una popularidad por su labor social, pasando por el brasileño Geraldo Lyrio Rocha, considerado un progresista, dentro de la curia, claro.
La excepción que confirma la crisis general es, por supuesto, Italia, donde la Iglesia sigue gozando de una salud robusta. La cuestión romana marca hace siglos las relaciones Estado-Iglesia, clave fundamental de la política nacional al menos desde que el fundador del país, Víctor Manuel II, fuera excomulgado por Pío IX.
Casi siempre entre bastidores y con mucha finezza, pero si hace falta también con mensajes públicos e incluso actos de calle como el Family Day, la estrategia de la Iglesia italiana consiste en influir lo más posible en el rumbo político y social del país más católico del mundo: 42 cardenales, 50.000 curas, 15.000 institutos religiosos, 27.000 parroquias y unos 16.000 entes de diversa naturaleza.
La última batalla Iglesia-Estado fue la del divorcio y el aborto, legislados en los años setenta tras los referendos promovidos por el Partido Radical. Aquellas heridas las restañó el líder socialista Bettino Craxi, al aprobar en 1984 un nuevo concordato que derogaba el que firmó Mussolini en 1929; el Estado concedía a la Iglesia el 0,8% del IRPF, una financiación más favorable que la anterior (y mejor que la española), y ambos se declaran independientes y se comprometen a colaborar "por el interés y el buen nombre del país".
"La cláusula nunca ha sido plenamente respetada", dice Alceste Santini, escritor y periodista, ex comunista, miembro del Partido Democrático y autor de varios libros sobre Juan Pablo II. "La paradoja italiana es que hay católicos en todos los partidos. Por suerte, la Democracia Cristiana ya no existe, pero sigue habiendo temas que la Iglesia considera sensibles y que ni siquiera se pueden discutir".
A día de hoy, por ejemplo, las asociaciones de homosexuales apenas confían en que el Estado tutelará algún día sus derechos. "Nos siguen considerando enfermos", dijo uno de sus líderes al conocer la propuesta de uniones estables del Partido Democrático de Walter Veltroni, una tibia regulación que firmaría silbando la derecha española.
Todo el mundo en Italia sabe lo que significa que un político vaya oltre Tévere, [más allá del Tíber]: ser llamado 'a consultas' por el Vaticano. El cardenal Bagnasco, un conservador, dirige la Conferencia Episcopal Italiana (CEI) desde marzo de 2007. Muy criticado por poner en el mismo rasero las parejas de hecho, el incesto y la pederastia, hoy se juzga como más discreto que el de su antecesor, Camillo Ruini, un hombre muy culto y mediático, el "argumentador inexorable" que impulsó desde la CEI el Proyecto Cultural que define la actual línea dura.
"La Iglesia italiana huye del intervencionismo abierto porque sabe que eso puede convertirse en un bumerán", explica Santini. "También lo necesita menos, ya que está mucho mejor vertebrada y más presente en la vida diaria: se expande desde abajo, tiene una base laica muy bien organizada y es mediáticamente transversal", agrega.
Pero últimamente, contagiados quizá por el ruidoso ejemplo de sus colegas españoles, los obispos italianos no han dejado de lanzar recados electorales. Ruini ha pedido el voto para los católicos "más coherentes", y los poderosos medios eclesiales han criticado a Veltroni por pactar con los radicales, y al centrista Pier Ferdinando Casini para que mantuviera viva la UDC, heredera de la Democracia Cristiana. Incluso han alertado contra la "anarquía de valores" defendida por Berlusconi.
Según Alceste Santini, el pasado 21 de febrero, el secretario de Estado del Vaticano, Tarcisio Bertone, "que sabe que no les beneficia la guerra abierta, recibió a la cúpula de los principales partidos" y dio explicaciones a unos y otros. Pocos días después, el presidente de la CEI garantizaba que la Iglesia será neutral y no pedirá el voto para nadie en particular. Al final, un comunicado ha pedido a los católicos que voten al partido que mejor defienda los valores.
Los italianos, sin embargo, reniegan de las injerencias políticas de la Iglesia. "Cada uno debe actuar según su conciencia". Este es el criterio que prevalece entre los italianos al valorar las indicaciones de la Iglesia sobre los problemas que tienen que ver con la vida, la moral y la sexualidad, según una encuesta de La Repubblica.
El catolicismo sigue siendo una referencia para ocho personas sobre diez, pero pocos consideran que las prescripciones sean vinculantes para su comportamiento. Se acepta la intervención de la Iglesia en la vida pública, pero más de la mitad (el 51%) rechaza el intento de orientar el proceso legislativo.
El 80% de los italianos se define católico, más por tradición y familia (50%), que por fe (32%). Aunque baja la confianza en la Iglesia, sigue figurando entre los sujetos sociales de mayor crédito (55%). La encuesta parece confirmar la difusión del temido "relativismo" moral. Las instrucciones de la jerarquía se escuchan, pero se subordinan a las creencias individuales. La oposición a la eutanasia reúne al 45% de las personas preguntadas, y al 63% de los practicantes asiduos, aunque sólo al 40% de los que declaran asistir a ritos con poca frecuencia. En cuanto a la posible restricción de la ley del aborto, sólo un 30% de la población la desea, pero la cifra sube al 41% entre los practicantes.
La injerencia en política genera un malestar cada vez más relevante. Se toleran peor las indicaciones sobre la vida sexual que las relativas a la vida y la muerte. Y la cuota de entrevistados que ve a los políticos italianos "demasiado inclinados" a dejarse influir por las presiones de la Iglesia llega al 49%.

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