domingo, febrero 03, 2008

DÍGANLO DE ANTEMANO. Javier Marías. EPS

DÍGANLO DE ANTEMANO. Javier Marías. EL PAIS SEMANAL - 25-11-2007
Aunque la gente viaje ahora sin parar y esté más o menos al tanto de lo que pasa en el mundo, España sigue siendo un país tan esencialmente ensimismado que sólo en virtud de ello se explican las reacciones habidas –con excepciones– ante la sentencia del 11-M. Quizá se nos ha imbuido tanto que el enemigo es siempre interior que la condena de la mayoría de los islamistas enjuiciados parece haber dejado frío al grueso de la población. No ha habido alegría ni alivio (o quizá sólo entre los familiares de las víctimas), tampoco se han percibido encono ni odio hacia ellos, ni siquiera la satisfacción –mezclada con un comprensible sentimiento de venganza– que lleva a pensar: “Que se pudran en la cárcel”. Es como si, al haber sido unos difusos “extranjeros” los autores de la matanza, los ciudadanos hubiéramos llegado a la extraña conclusión de que, en el fondo, la cosa no iba con nosotros del todo. Y eso contribuye, a su vez, a que no nos sintamos especialmente en peligro ni alerta, a que no calibremos como es debido la dimensión de la amenaza ni creamos enteramente en la posible repetición de los atentados. Lo cual es de una irresponsabilidad y gravedad inauditas.
No cabe duda de que los responsables de tan anómala situación son los políticos y los medios de comunicación, sobre todo los del PP en el primer caso, y El Mundo, la Cope y TeleMadrid en el segundo. A todas estas gentes, durante cerca de cuatro años, les ha importado poco que se hubiera producido en el corazón de Madrid la mayor matanza terrorista de la historia europea, a manos de yihadistas. Es más, han negado frívola e interesadamente este último extremo, empeñados en convertir en verdad –con primitivos fórceps– su inicial mentira de que ETA había sido responsable en mayor o menor grado. Uno de los argumentos para sostener tal sinsentido ha sido tan racista como incongruente: se han hartado de vociferar que “unos moritos” –nótese lo despectivo del diminutivo– no tenían sesera para montar una semejante, implicando con ello que unos terroristas vascos sí, como si éstos no fueran tan descerebrados como el más listo de los yihadistas del orbe. Les han concedido a los etarras una inteligencia superior, incurriendo en contradicción flagrante con sus demás manifestaciones sobre los integrantes de esa banda. Y así, cuando se ha pronunciado la sentencia, sólo han sabido verla en función de su ensimismamiento: ¿Nos beneficia a nosotros o a nuestros enemigos (que nunca son esos raros extranjeros islamistas, sino los que tenemos bien cerca, esos otros españoles a los que no aguantamos)? ¿Deja algún resquicio para lo que hemos inventado y falseado a lo largo de tres años y medio? ¿Nos permite salvar la cara (de idiotas, no hace falta decirlo)? Por contagio, algo muy parecido les ha ocurrido al PSOE y al Gobierno: ¿Nos da la razón esta sentencia? ¿Nos libra de los infundios? ¿Nos deja en buen lugar, nos favorece? Parece como si casi nadie se hubiera parado a pensar si beneficia al país. Si nos hace más fuertes y seguros. Si se ha impartido justicia. Si nos pone aún más en el punto de mira de esos islamistas que jamás descansan. Si está bien que los culpables paguen por la monstruosidad que hicieron.
Es raro que, en una época tan estúpida como la nuestra, uno siga contando mucho menos con la imbecilidad que con la infamia. Tal vez sea porque a lo largo de los siglos siempre hubo infamias, pero nunca, que sepamos, tamañas dosis de tontería. O acaso es que se hace cada vez más arduo distinguirlas, cuando van tan mezcladas. Sin duda una de las mayores infamias de este asunto –sostenida por Aznar, Rajoy, Zaplana, Acebes, Aguirre, Alcaraz de la AVT y tantos otros, así como por los periodistas afines– es también la mayor cretinada, a saber: que los atentados del 11-M tuvieron como propósito y objetivo producir el resultado electoral que tres días después se produjo. Como si se tratara de una operación matemática. Como si nadie hubiera sabido de antemano el efecto que la matanza iba a tener en los votantes (y el verdadero efecto no fue el de la matanza misma, sino el de los embustes del Gobierno de Aznar al respecto). Como si los españoles no nos hubiéramos sentado ante la televisión el 14-M sin tener ni idea de lo que iba a salir de las urnas. Como si no hubiéramos más bien creído que, pese a todo, el PP se iba a alzar con el triunfo. Como si en las situaciones de crisis lo tradicional no fuera, en todas partes, confirmar el poder a quienes ya lo tienen. Bien, tras casi cuatro años de insistir en la “maniobra” y en el “plan preconcebido”, el PP y sus periodistas están obligados a advertirnos, a tres meses de las elecciones, de cuál sería exactamente el efecto electoral de un posible atentado –no lo quieran Dios ni el Diablo–, días antes del 9 de marzo de 2008. Si fuera de ETA o de los islamistas. Si fuera grande o pequeño. Si beneficiaría electoralmente al PP o al PSOE. Qué sería lo deseable para una victoria de la oposición y qué para la del Gobierno. Es más, lo principal del programa del PP ha de ser esto: que diga a las claras y de antemano qué clase de atentado tendría que haber –o que no haber– para poder seguir afirmando, si pierde, que lo ha hecho por su existencia o su ausencia, o por nuevas “conspiraciones”. A toro pasado ya no valdría. Ni siquiera para sus votantes más fieles.

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